Juana de Arco by Mark Twain

Juana de Arco by Mark Twain

autor:Mark Twain [Twain, Mark]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1896-01-01T05:00:00+00:00


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Al amanecer, sir Talbot y sus tropas inglesas evacuaron los bastiones y abandonaron el campo, sin destruir ni llevarse abastecimientos y pertrechos militares, dejando las fortalezas tal como estaban, armadas y equipadas para el largo asedio previsto. Al pueblo le costaba admitir que todo aquello estuviera sucediendo. Que nuevamente eran libres y podían circular a través de las puertas de la ciudad sin que nadie les cortara el paso. Que el terrible sir Talbot, azote de los franceses, cuyo solo nombre ponía en fuga a poderosos ejércitos, se batía en retirada… expulsado por una niña…

La ciudad exultaba de alegría. Las multitudes atravesaron sus puertas y se aproximaron —como una invasión de hormigas— a las fortificaciones inglesas. Se apoderaron de las piezas artilleras y de los alimentos almacenados y después convirtieron aquella docena de fortalezas en sobrecogedoras hogueras, cuyas altivas columnas de humo denso parecían aguantar la bóveda celeste.

La diversión de los chicos tomó nuevos rumbos. Para los más pequeños, los siete meses de cerco, encerrados en sus casas, eran casi una vida. Olvidaron el color de la hierba, que ahora se les presentaba, abundante, en los verdes prados de las afueras de Orleáns. Era un goce para ellos disponer de campo abierto donde correr y danzar, retozar por el césped y jugar, después de tan aburrido y triste cautiverio. Ahora recorrían los extensos campos a los dos lados del río y regresaban a sus hogares por la tarde, cansados y con las manos llenas de flores silvestres, las mejillas coloreadas por el aire fresco y el vigoroso ejercicio.

Apagados los incendios, las personas mayores acompañaron a Juana en su recorrido de acción de gracias por las iglesias de la ciudad. Por la noche se celebraron grandes festejos dedicados a Juana, a sus generales y soldados, en los que el regocijo se hizo extensivo a todos, civiles y militares. Finalmente, mientras el pueblo descansaba de sus fatigas, al amanecer, partimos a caballo en dirección a Tours para informar al Rey de las jubilosas novedades.

Aquella marcha triunfal hubiera hecho perder la cabeza a cualquier otra persona que no fuera Juana. El camino estaba cubierto por miles de campesinos agradecidos y emocionados. Se apretaban en torno a Juana para tocar sus pies, su caballo, su armadura, y hasta besaban el suelo marcado por las herraduras de su cabalgadura. Por todas partes se repetían alabanzas en favor de Juana. Las más ilustres jerarquías de la Iglesia escribían al Rey exaltando a la Doncella, a la que comparaban con los santos y héroes de la Sagrada Escritura, advirtiéndole que no permitiera a la «incredulidad, la ingratitud u otras asechanzas» cortar el paso a la ayuda de Dios enviada a través de la joven. Dejando a un lado el tono profético de estas palabras, pienso que estaban inspiradas en el profundo conocimiento que tenían aquellos grandes personajes sobre el carácter voluble y solapado del Rey.

Este acudió a Tours al encuentro con Juana. Por entonces, aquel pusilánime era llamado Carlos el Victorioso, gracias a los éxitos que los demás conquistaron para él.



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