Guerra y paz by León Tolstói

Guerra y paz by León Tolstói

autor:León Tolstói
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Clásico, Histórico
editor: Taller de Mario Muchnik
publicado: 1865-01-01T05:00:00+00:00


XIV

Cerca de las tres, cuando llegó un sargento con la orden de salir para la aldea de Ostrovna, nadie dormía todavía.

Aunque sin dejar de bromear y reír, los oficiales se prepararon con prisas. De nuevo calentaron el samovar con agua sucia; pero Rostov, sin esperar el té, salió para acercarse a su escuadrón. Comenzaba a clarear; había cesado la lluvia y las nubes se dispersaban. Había humedad y hacía frío, sobre todo por la sensación de los uniformes a medio secar. Al salir del mesón, Rostov e Ilín echaron una mirada al carruaje del médico, con su capota de cuero brillante por las gotas de la lluvia; las piernas del doctor sobresalían del carruaje y en el centro del mismo reposaba en una almohada la cofia de su mujer; se oía la respiración regular de los dormidos.

—Es muy bonita realmente— dijo Rostov a Ilín, que salía con él.

—¡Un encanto de mujer!— comentó Ilín con toda la seriedad de sus dieciséis años.

Media hora más tarde el escuadrón estaba formado en el camino. Sonó la voz de mando: “¡A caballo!”. Los soldados hicieron la señal de la cruz y montaron. Rostov se puso al frente y ordenó: “¡En marcha!”. En filas de cuatro y en medio del ruido de cascos de caballos en el barro, de los sables y las conversaciones, los húsares avanzaron por el ancho camino bordeado de abedules, detrás de la infantería y la artillería, que abrían la marcha.

El viento barría rápidamente las nubes desmenuzadas, azules y moradas, que se teñían de rojo por el este. Clareaba ya y podían distinguirse bien los rizosos yerbajos que siempre crecen a los lados de los caminos vecinales, mojados aún por la lluvia de la víspera; el viento balanceaba las ramas húmedas de los abedules, que dejaban caer oblicuas gotas de agua clara. Las caras de los soldados comenzaban a distinguirse. Rostov iba acompañado de Ilín, que no se separaba de él, por un lado del camino, entre la doble hilera de abedules. Durante la campaña, Rostov, como buen cazador y experto en caballos, se permitía cabalgar en un caballo cosaco, en vez de montar en el reglamentario; había conseguido un magnífico ejemplar del Don, veloz, alegre, corpulento y de largas crines, al que ningún otro adelantaba en la carrera. Sentía un gran placer al montarlo. Ahora pensaba en su caballo, en la hermosa mañana, en la mujer del médico, y ni una sola vez se paró a considerar el peligro que les aguardaba.

Antes sentía miedo cuando iba al combate, pero ahora no tenía ninguna sensación de temor. Y no era porque se hubiese habituado al fuego (nadie se acostumbra al peligro), sino porque había aprendido a dominarse. Se había acostumbrado, al ir a una acción, a pensar en cualquier cosa menos en lo que era esencial entonces: el peligro inminente. A pesar de todos sus esfuerzos y de los reproches que se hacía por su cobardía, al comienzo del servicio militar le era difícil dominar el miedo, pero con los años lo consiguió con naturalidad.



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