Golden Gate by Emily Post

Golden Gate by Emily Post

autor:Emily Post
La lengua: spa
Format: epub
editor: Ediciones Casiopea
publicado: 2019-01-31T20:06:09+00:00


XX

Nuestra hermana del pasado

Con la larga melena negra india cubierta por una mantilla de encaje; con collares de oro y plata, y grandes corales y turquesas; con un moderno vestido apenas visible bajo la manta india del rojo más intenso; la cabeza apoyada en las montañas del norte, y tacones españoles en sus pies indígenas, Santa Fe sueña con los ojos abiertos bajo la luz dorada del sol.

A veces sueña con su niñez, de cuando corría descalza por las montañas con el pelo recogido en dos moños, de los tiempos en que ningún hombre blanco había pisado todavía el continente. A veces, entrecerrando sus insondables ojos, recuerda a los héroes que lucharon y murieron por ella, o el pomposo matrimonio con su primer señor español, Don Juan de Oñate —más noble por sus propiedades que por sus formas, aunque como dote le regaló unos animales blancos peludos, llamados más tarde ovejas, la vistió con elegantes ropajes, la colocó en un palacio e hizo de ella una dama. Sus piececillos descalzos fueron vestidos con zapatos escarlatas, su armario estaba repleto de faldas de satén y terciopelo, y nunca le faltaban pañuelos de seda y mantillas de encaje para cubrir casi todo su rostro y sus oscuros hombros desnudos. Los muros del palacio tenían dos metros de grosor; algunos dicen que para ocultar el verdadero palacio construido por los indígenas.

Pero entonces, el sueño se convierte en una tragedia injusta y cruel. Años y años miserables de revueltas y guerras salvajes, masacres que tiñeron de rojo los escalones de su palacio, llamas y oscuridad, hasta que llega la mejor parte del sueño. Olvida que todo ocurrió hace largo tiempo. La sangre vuelve a correr por sus venas y se le acelera el pulso con la sola mención de su héroe, su conquistador, su amante, Don Diego de Vargas. Se le aparece vívidamente, rodeado de una panoplia de soldados, lanzas y estandartes en el aire, marchando victorioso por la plaza hasta plantar una cruz en la puerta de su palacio en nombre de la Virgen, exigiendo la rendición.

Su alianza con la República Americana se podría considerar un matrimonio de conveniencia. Distinta raza, sentimientos y sensibilidades, nunca ha adoptado las costumbres de su nuevo señor, pero vive serenamente, sin sobresaltos, siempre soñando con tiempos pasados.

Aunque Don Diego de Vargas haga tiempo que se fue y los indígenas ya no sean los guerreros de antaño, Santa Fe sigue teniendo la apariencia de una ciudad de Oriente o de la España antigua, nada más lejos de Estados Unidos. A lo largo de sus estrechas y retorcidas calles, moradas de cientos de años se encuentran pared con pared con casas modernas incrustadas entre ellas. Al fondo de un callejón zigzagueante puede aparecer una mujer indígena cubierta con un pañuelo blanco de algodón, equilibrando un cántaro de agua sobre la cabeza como la bíblica Rebeca.

Entre los grandes y modernos automóviles caminan indios con burros tan cargados de madera que apenas sobresalen sus hocicos. Dos mexicanos con grandes sombreros se apoyan en una puerta y fuman.



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