Flor del desierto by Waris Dirie & Cathleen Miller

Flor del desierto by Waris Dirie & Cathleen Miller

autor:Waris Dirie & Cathleen Miller [Dirie, Waris & Miller, Cathleen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1997-12-31T16:00:00+00:00


XI

LA MODELO

Halwu y yo fuimos al día siguiente a inspeccionar el estudio de Malcolm Fairchild. Yo no sabía qué podía esperar, pero cuando abrió la puerta caí de cabeza en otro mundo. En todas las paredes colgaban carteles y carteleras con fotos de mujeres hermosas.

—¡Oh! —exclamé en voz baja, y di vueltas por el estudio observando sus elegantes rostros.

Y entonces lo supe, como lo había sabido el día en que, en Mogadiscio, mi tío Mohamed dijo a mi tía Sahru que necesitaba llevarse una criada a Londres: «Esto es. Ésta es mi oportunidad. Éste es mi lugar. Esto es lo que quiero hacer».

Malcolm vino a saludarnos; nos dijo que nos relajáramos, nos invitó a un té y se sentó.

—Lo único que quiero es hacerle una foto. —Me señaló con un dedo—. He estado siguiendo a esta chiquilla desde hace más de dos años. Nunca me ha costado tanto conseguir una fotografía.

Lo miré boquiabierta.

—¿Eso es todo? ¿Que quiere hacerme una foto? ¿Una foto como ésas? —Agité una mano en dirección a los carteles.

—Sí. —Asintió enérgicamente con la cabeza—. Créeme, eso es. —Con la mano dibujó una línea por el centro de mi nariz—. Sólo quiero esta mitad de tu cara —se volvió hacia Halwu— porque tiene un perfil de lo más hermoso.

Me quedé pensando: «¡Tanto tiempo perdido! Me siguió dos años y le hicieron falta apenas dos segundos para decirme que sólo quiere hacerme una foto».

—Pues no me importa hacer eso. —De pronto recelé, al recordar mis experiencias pasadas, cuando me hallaba a solas con un hombre—. ¡Pero ella también tiene que venir! —Apoyé una mano en el brazo de mi amiga y ella asintió con la cabeza—. Ella tiene que estar presente cuando me haga la foto.

Malcolm me miró, perplejo.

—Sí, de acuerdo. Ella también puede venir. —Me sentía tan emocionada que ya casi no tocaba la silla—. Venid pasado mañana, a las diez de la mañana, y haré que alguien te maquille.

Dos días después regresamos al estudio. La maquilladora me sentó en una silla y se puso manos a la obra, con algodones, pinceles, esponjas, cremas, pinturas, polvos; con la punta de los dedos me daba toquecitos y estiraba mi piel. Yo no tenía idea de lo que hacía y permanecí quieta y silenciosa todo el tiempo, observando cómo ponía en práctica sus extrañas maniobras con esos extraños materiales. Halwu se recostó en su asiento con una sonrisa pícara. Yo la miraba de vez en cuando y me encogía de hombros o hacía una mueca.

—Quieta —me ordenaba la maquilladora—. Ahora… —dio un paso hacia atrás, puso un brazo en jarras y me dirigió una mirada satisfecha—, mírate en el espejo.

Me puse en pie y fijé la vista en el espejo. Un lado de mi cara estaba transformado, dorado, sedoso y ligero; el otro era el de la Waris corriente de siempre.

—¡Vaya! ¡Miradme! Pero ¿por qué ha hecho sólo un lado? —pregunté alarmada.

—Porque sólo quiere fotografiar un lado.

—¡Oh!

Me guió hacia el estudio. Malcolm me sentó en un taburete. Yo hice girar



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