El silencio del mar y otros relatos clandestinos by Vercors

El silencio del mar y otros relatos clandestinos by Vercors

autor:Vercors
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2023-02-15T00:00:00+00:00


El tren de Troyes entró en la estación al anochecer. El sol estaba ya poniéndose en el horizonte; las casas, hundidas en la oscuridad hasta los últimos pisos, que aquel sol de verano iluminaba con un brillo de oro rosado. Thomas Muritz no perdió tiempo. Tenía hambre, su mochila era pesada. ¿Buscar un mesón, un hotel? El sol no esperaría. No: se encaminó resueltamente por el bulevar de Strasbourg (conocía de memoria el plano de París), avanzó por el bulevar de Sebastopol, la rue de Turbigo, los mercados y la rue du Louvre. Y llegó por fin, cuando se ponía el sol, al término de su viaje —a la meta cuya esperanza le había sostenido desde Presbourg a través del polvo de los caminos, el frío de los valles, las ráfagas de viento en las cumbres, la incesante tortura de los miembros baldados—, al objeto que resumía los diversos símbolos de su amor: al Pont des Arts. ¡Ahora estaba allí! ¡ESTABA ALLÍ! Y se sentía satisfecho. No le habían engañado; y debéis reconocer que su amor tampoco le había engañado: le había conducido directamente al corazón de sus aspiraciones, a ese punto del mundo donde se abarcan a la vez, dándose apenas la vuelta, el Instituto de Francia, el Louvre, la Ciudad..., y los muelles con los libros de lance, las Tullerías, la colina del barrio latino hasta el Panteón, el Sena hasta la Concorde. Un extraordinario resumen que henchía su corazón con una opresión exquisita. Se quedó allí mientras los últimos rayos de sol resplandecían detrás de Passy, coronaban de rojo la aguja de Notre-Dame y se atascaban al pasar por las asperezas arquitectónicas del Louvre. Bajo sus pies se deslizaba un río lleno de soberbia y de discreción, un río que no tenía necesidad, como el Danubio o el Moldava, de llamar la atención para ser admirado. A esa hora, las aguas eran luminosas y densas como un mercurio irisado. Pasaban lentamente las barcazas. Los pintores, en las orillas, recogían sus bártulos. Algunos pescadores se obstinaban en seguir pescando sin amargura. Estudiantes y ancianos perdían el tiempo rebuscando en los cajones de los libreros de lance. Modistillas y aprendizas de costurera76 pasaban junto a él y miraban con interesada extrañeza a aquel joven de rasgos finos perdido en una contemplación impasible y que no les devolvía sus miradas.

Me temo que aquí no puedo dejar de intervenir. Me parece que debo precisar que no cuento la historia de un héroe salido de mi cerebro, sino la de un hombre de carne y hueso. Los derechos y deberes de un novelista y de un biógrafo no son los mismos. Hay, en particular, casualidades, encuentros, coincidencias que un novelista no puede usar, puesto que es dueño de ellas y, así, se haría culpable de una infracción a la verdad de su arte. Incluso un biógrafo tiene a menudo la tentación de desecharlas, pues la inverosimilitud le da miedo. Yo tampoco soy más audaz que otros, y lo que sobrevino entonces en



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