'48 by James Herbert

'48 by James Herbert

autor:James Herbert
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia ficción, Terror
publicado: 1999-10-01T04:00:00+00:00


Capítulo 12

Por fin había despejado la calle. Aquél era el último cadáver. Todos los demás estaban ocultos en los edificios. Como suele decirse, como solía decirse, ojos que no ven, corazón que no siente. Pero no era verdad. Yo seguía viéndolos en mi cabeza, desperdicios resecos, frágiles, ligeros como una cascara sin nada dentro, hundidos en las sillas, tumbados sobre las mesas, hechos un ovillo en el suelo, en las tiendas, en los restaurantes, en las oficinas, en las casas, en las fábricas, en las estaciones, en los vehículos… La lista era interminable. Pero yo no podía encargarme de todos. Como había dicho Potter, eran demasiados.

Cargué el último cadáver sobre el camión, sin prestar atención a esos ojos arrugados que parecían pasas negras sobre una boca sin carne, pero resbaló sobre la pila de cuerpos y cayó encima de mí, como si se resistiera a ser trasladado. Sus dedos esqueléticos se engancharon en mi jersey mientras volvía a empujarlo sobre el montón, pero yo estaba demasiado cansado, y demasiado curtido en esa labor, para sentir ninguna repulsión. Cuando el cadáver momificado se estabilizó sobre los demás, cogí la cazadora y el fusil que había apoyado contra la rueda trasera y me monté en el camión.

En algún momento del pasado, esa calle había sido una calle normal, con las casas habitadas y el bar de la esquina abierto al público, pero ahora los adoquines estaban llenos de hierbajos y los coches se oxidaban en la calzada. Pero lo peor de todo era el silencio. Después de tres largos y solitarios años, todavía no me había acostumbrado a esa horrible quietud, sobre todo en las calles que no habían sufrido el impacto de las bombas, en calles como aquélla, donde, a primera vista, todo parecía normal. A veces tenía la sensación de que las calles estaban… Bueno, embrujadas. Pensé en los fantasmas de Muriel y me enfadé conmigo mismo.

Cerré la puerta del camión de un portazo, tiré la chaqueta sobre el asiento del pasajero y apoyé el fusil en el suelo, cerca de mi alcance, con el cañón asomándose por la ventana abierta. Muriel estaba equivocada. La otra noche no la habían perseguido fantasmas, sino sus recuerdos. Hasta yo había creído oír voces, o risas, incluso música, mientras pasaba noches enteras en vela en ese gran mausoleo que era el Savoy. En una ocasión, incluso me había acercado a la puerta, convencido de que estaba pasando algo en el piso de debajo, pero los sonidos siempre desaparecían en cuanto abría la puerta y salía al pasillo. No eran más que falsas percepciones en la noche, sueños en los que no me había dado cuenta de que estaba dormido. Muriel no tardaría en aprender que la imaginación puede jugar muy malas pasadas cuando uno está bajo de ánimo. Y no sólo sueños normales, sino sueños llenos de ilusiones, sueños que uno anhela que se conviertan en realidad, sueños de una vida normal, de una vida como la de antes de la Muerte Sanguínea. Pero el amanecer siempre volvía a poner las cosas en su sitio.



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