El secreto de sus ojos by Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos by Eduardo Sacheri

autor:Eduardo Sacheri
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2009-09-23T04:00:00+00:00


20

Teniéndolo delante, volví a sospechar que había construido un rascacielos con cimientos de humo. ¿Podía ser culpable ese pibe que con expresión plácida estaba de pie frente a mí, con las piernas un poco separadas en actitud de descanso, como si lo afectara poco y nada tener las manos esposadas a la espalda?

Muchos detenidos, después de dos o tres días casi inmóviles e incomunicados, asqueados de comer el rancho carcelario, de estar sucios, inactivos y juntando nervios en la celda, muestran en el rostro los estragos que deja el permanecer sometido a la caprichosa voluntad de otros.

Isidoro Antonio Gómez no. Por supuesto cargaba con señales del encierro al que estaba sometido desde el lunes: el rancio olor a mugre humana, la sombra de barba, las zapatillas sin cordones. Eso sin contar el yeso en la mano derecha y el hematoma verdoso que le había dejado sobre la ceja derecha su escaramuza con el belicoso guarda del Ferrocarril Sarmiento.

Las dudas me consumían. ¿Podía alguien estar tan tranquilo sabiéndose culpable de un homicidio? Tal vez hasta ignoraba el motivo por el que lo habían traído detenido a declarar a Tribunales. Porque también existía la posibilidad de que creyera que todo era un proceder, algo exagerado, relacionado con haber viajado sin boleto y con fajarse con el responsable de evitar esa conducta. Me dije que no: a la legua se notaba que era un tipo inteligente. Debía saber que estaba allí por otro asunto. Pero, entonces: ¿cómo se explicaba que se hubiese involucrado en ese escandaloso incidente? Concluí que o era inocente o era un hijo de puta absolutamente desaprensivo.

La cabeza me trabajaba a mil por hora: si era inocente… ¿por qué se había borrado a fines de 1968?; si era culpable… ¿por qué se había dejado detener en ese incidente estúpido?

Al día siguiente, la noticia de la detención de Gómez me estaba esperando al llegar a la Secretaría. Báez en persona me lo había confirmado por teléfono. Habíamos acordado dejarlo en escabeche dos días más, hasta el jueves, sobre todo para darme tiempo a pensar cómo cuernos enfocar esa declaración, y de hablarlo largo y tendido con Sandoval. ¿Tenía acaso a otro tipo a mano con la mitad de su capacidad de discernimiento?

En esos tres años pocas cosas habían cambiado en el Juzgado. Nos habíamos sacado de encima al infeliz del secretario Pérez (que había ascendido a defensor oficial), aunque perder a nuestro jefe nos había dejado el regusto amargo de confirmar que cierto grado de estupidez congénita, como la que él enarbolaba como bandera, parecía augurar un ascenso meteórico en el escalafón judicial. No habíamos tenido tanta suerte con el doctor Fortuna Lacalle. Seguía siendo nuestro juez y seguía siendo un pelotudo. Para peor ya estábamos en 1972, y ser amigo de un amigo de Onganía había dejado de ser una palanca eficaz en el camino hacia la Cámara de Apelaciones. Si, en pleno estrellato del general de bigotes, Fortuna no había podido pegar el salto, ahora era prácticamente imposible que lo diera.



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