El primo Basilio by José Maria Eça de Queirós

El primo Basilio by José Maria Eça de Queirós

autor:José Maria Eça de Queirós [Eça de Queirós, José Maria]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1878-02-28T16:00:00+00:00


Pero en los últimos años su industria se hizo más complicada, más tortuosa.

La ejercía en una salita esterada, con mosquiteros de papel colgantes del techo sucio, iluminada por dos tristes ventanas con antepecho. Un amplio sofá ocupaba casi la pared del fondo: había sido seguramente de reps verde, pero la estofa, desgastada, rota, remendada, tenía ahora, bajo las grandes manchas, un vago color pardusco; los muelles partidos, rechinaban con estallidos metálicos; en uno de los bordes, dentro de un hoyo abierto por el uso, dormía un gato todo el día, y uno de los lados de la madera quemada revelaba que había sido salvado de un incendio. Encima del sofá colgaba la litografía de don Pedro IV.[40] Entre las dos ventanas había una cómoda alta, y sobre ella, entre un San Antonio y una cajita hecha de conchas, un tití disecado con ojos de cristal se sostenía sobre una rama. Al entrar, veíase lo primero, junto a la ventana frontera a la puerta, encima de una mesa cubierta de hule, una espalda flaca y encorvada y un gorro de seda con una borla tiesa. Era el señor Gouvea, el escribiente. El aire sofocante tenía un olor complejo, indefinido, mezcla de cuadra, de grasa y de rehogado. Había allí gente siempre: gruesas matronas de mantón y pañuelo, cara gordiflona y bozo; cocheros con el pelo aplastado, reluciente de pomada, y chaquetas listadas; pesados gallegos color greda, de paso retumbante y forma basta; criaditas pálidas, con ojeras, sombrilla de puño de hueso y guantes de piel con zurzidos en las puntas de los dedos.

Frente a la sala se abría un cuarto que daba al zaguán, por cuya puertecilla verde se veían a veces desaparecer espaldas respetables de ricachones o colas rumorosas de vestidos sospechosos.

En ciertas ocasiones, los sábados, reuníanse allí cinco o seis personas; las viejas hablaban bajo, con gestos misteriosos; se oía una disputa apenas sofocada en el descansillo; unas jovencitas rompían a llorar de repente, y el señor Gouvea, impasible, escribía en sus registros, lanzando hacia un lado escupitinajos melancólicos.

La tía Victoria, mientras tanto, con su toca de encaje negro y su vestido rojo, iba y venía, cuchicheaba, hacía tintinear el dinero, sacando a cada momento del bolsillo pedacitos de culantrillo para el catarro.

La tía Victoria era de gran utilidad; ¡se convertía en el centro de una serie de actividades! La servidumbre baja e incluso la fina acudía allí, a su despacho, para todo. Prestaba ella dinero a los cesantes; guardaba los ahorros de los previsores; mandaba escribir al señor Gouvea la correspondencia amorosa o doméstica de los que no habían ido a la escuela; vendía vestidos de segunda mano; alquilaba trajes; aconsejaba colocaciones; recibía confidencias; dirigía intrigas; entendía de partos. Ningún criado era recomendado por ella; pero admitidos o despedidos, nunca dejaban de subir y de bajar las escaleras de la tía Victoria. Tenía además muchas relaciones, infinitas condescendencias. Solteros maduros iban a entenderse con ella, para encontrar el consuelo de una cocinera joven y de buenas carnes; era ella quien proporcionaba criadas a las mujeres vigiladas; conocía a ciertos usureros discretos.



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