El malvado Carabel by Wenceslao Fernández Flórez

El malvado Carabel by Wenceslao Fernández Flórez

autor:Wenceslao Fernández Flórez [Fernández Flórez, Wenceslao]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1930-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO VI

GRACIAS AL CUAL PUEDE SABERSE LO QUE LES OCURRIÓ A UNA MUJER POR CENAR Y A UN HOMBRE POR CASARSE

Germana contestó al recadero:

—Dígale usted que iré.

Y volvió a entrar, con una alegría que brotaba de su propia decisión. Se había comprometido a asistir a la cita sin pensarlo, en un repentino impulso, y su desesperación se aplacó súbitamente. Se compuso, en su pequeña habitación, con un moroso acicalamiento; estiró sobre las piernas magníficas, con cuidado pueril, las medias de seda, regalo de su galanteador; se miró en el espejo y quedó ante él largo rato, como hipnotizada por sus propios ojos, grandes y oscuros. Le pareció que aquella joven guapa y esbelta, reflejada en el cristal, era alguien diferente a ella misma, y dijo de pronto en voz alta:

«Con la virtud tan sólo no se vive, hija mía».

Era la síntesis de sus reflexiones. ¿Dónde existía el galardón que en todas las historias morales se reserva a los buenos? Tenía razón Amaro Carabel: nada se conseguía pisando los duros caminos del sacrificio. Allí estaba ella, joven, hermosa, sin una mancha en su conducta, resuelta a ganar limpiamente el dinero. Los años pasaban. No tenía más que un traje raído, comía con escasez humildes bazofias, aquella semana no podía pagar el cuchitril… Entonces, ¿cuál era el lado bueno de la virtud? ¿Qué podía hacer? ¿Casarse con otro hambriento? ¿Llenarse de hijos? ¿Arrojarse, después, una noche desde la ventana de su guardilla, o ir, como Martina, a sumergirse en el Canalillo, eligiendo cautelosamente la hora en que los guardas no pudiesen impedir que contaminase el agua con sus harapos?… ¡Al diablo todas las preocupaciones! Dentro de cincuenta años nadie se acordaría de ella sobre el mundo, y si después, en la otra vida, le exigían cuentas, podría decir:

«Tú lo sabes todo, Señor; sabes lo que es el hambre, y el frío que entra en las buhardas de los pobres, y esa angustia que llena el alma cuando el agua de los charcos se ha filtrado por nuestros zapatos rotos y permanece todo el día helando los pies, y las ansias con que laceran nuestra juventud los escaparates, los autos que pasan, los anuncios de los espectáculos, que dardean luces de colores, como joyas con que se adornasen las fachadas. También —ésta es la verdad— fui un poquito mala para no ser algún día tan mala como la pobre Martina, que al fin te devolvió airadamente la vida que le diste, porque la pobre no podía más, Señor…».

Aquel hombre que ahora la esperaba, parecía bueno. Vestía bien, acaso con un poco de ostentación; su charla, abundante y fogosa, convencía; no era desagradable: el negro pelo en anchas ondas, los grandes ojos oscuros redimían su rostro de un exceso de vulgaridad. Quizá tuviese treinta y cinco años; mejor que un alocado mozalbete. Y si no era rico, al menos aparentaba disponer de dinero bastante para hacer cómoda la existencia de una mujer, y su liberalidad se revelaba insistente y pronta. Germana lo había conocido hacia quince días.



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