El honor del silencio by Danielle Steel

El honor del silencio by Danielle Steel

autor:Danielle Steel [Steel, Danielle]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T05:00:00+00:00


10

El día en que abandonaron la casa fue el más triste y jamás lo olvidarían.

El perro ya no estaba con ellos, ya no tenían coche y la casa estaba prácticamente vacía, con un aire fantasmagórico. Los nuevos propietarios iniciaban la mudanza esa misma tarde; Tak había dejado las llaves a un vecino. Desecharon la mayor parte de la comida, lo que les pareció un despilfarro, y el resto se lo dieron a Peter.

Pero lo más penoso fue dejar la casa en la que habían vivido durante casi dieciocho años. Reiko y Tak la habían comprado cuando ella estaba embarazada de Ken. Era la casa en la que habían crecido todos sus hijos, la casa que todos conocían y amaban, y donde habían sido felices. Reiko miró en derredor por última vez, pensando en los tiempos felices; Tak se acercó y le rodeó los hombros con el brazo.

—Volveremos, Rei —le prometió.

—Pero será la casa de otros —replicó ella, con lágrimas en los ojos.

—Compraremos otra casa. Te lo prometo.

—Lo sé —dijo ella, intentando ser valiente.

Al salir lentamente, cogida de la mano de su marido, Reiko dijo una corta plegaria para que pronto volvieran a casa, sanos y salvos, todos juntos.

Peter los llevó en su coche hasta el puesto de control con sus escasas pertenencias. Todos llevaban las etiquetas que les habían dado. Tami llevaba la suya en un botón del suéter, Sally en la muñeca, y Reiko, Tak y Ken en las chaquetas. La de Hiroko se la colocó Peter en el primer botón del suéter: 70917.

Hiroko llevaba la cesta de Anne Spencer sobre el regazo. El regalo había complacido a Reiko, y estaba convencida de que les sería útil, pero durante el trayecto ninguno de ellos pensó en la comida.

El viaje hasta el puesto de control fue breve y silencioso. Cuando doblaron la última esquina, apareció ante ellos el puesto de control sumido en un caos de una multitud con su equipaje y varios autobuses.

—Dios mío —exclamó Tak—. ¿Es que van a llevarse a todo Palo Alto?

—Desde luego lo parece —dijo Peter, esquivando los grupos de gente que cruzaban la calle en dirección al control. Todos llevaban maletas y cajas, sujetaban a los niños de la mano o guiaban a los ancianos. Una docena de autobuses los aguardaban.

Las autoridades habían negado a Peter el permiso para llevarlos hasta Tanforan. No se les permitía llegar en vehículo privado y tendrían que ir en autobús con los demás, pero Peter había prometido ir a Tanforan cuanto antes. Aparcó el coche con la intención de quedarse en el control tanto tiempo como le fuera posible.

—Qué follón —dijo Tak. Todos bajaron del coche apesadumbrados y se unieron a la multitud. Enseguida fueron conducidos hacia un grupo mayor, y al cabo de unos minutos comunicaron a Peter que debía dejarlos. Preguntó si podría encontrarse con ellos en algún sitio concreto de Tanforan, pero nadie parecía saberlo. Tak se despidió de él agitando la mano entre la multitud. Cuando Peter desapareció, Hiroko sintió pánico e intentó sosegarse. De repente todo era real.



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