El crimen de Silvestre Bonnard by Anatole France

El crimen de Silvestre Bonnard by Anatole France

autor:Anatole France [France, Anatole]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Filosófico
editor: ePubLibre
publicado: 1881-04-22T16:00:00+00:00


»El señor de Lesay nos dijo que para consagrarse a la publicación de un nuevo Atlas histórico, de regreso en París se instalaría con gusto en su antigua habitación, si la encontrase desalquilada. Mi padre preguntó a la señorita de Lesay si estaba contenta de volver a la capital; y lo estaba, porque su sonrisa se animó. Sonreía a las ventanas que se abrían sobre el jardín verde y luminoso; sonreía al marino de bronce sentado sobre las ruinas de Cartago en el marco del reloj; sonreía a los viejos sillones de terciopelo amarillo; y al pobre estudiante que no se atrevía a levantar los ojos hacia ella. Desde entonces, ¡cuánto la amé!

»Pero hemos llegado a la calle de Sévres, y pronto divisaremos sus ventanas. Soy muy mal narrador, y si se me ocurriera escribir una novela de fijo lo haría pésimamente. He preparado un relato contenido en pocas palabras, porque cierta delicadeza y cierta ingenuidad espiritual impiden a un viejo explayarse con excesiva complacencia al tratar de sentimientos amorosos, aunque sean muy puros. Avancemos por este bulevar donde abundan los conventos, y terminaré mi historia mientras nos acercamos al campanario que se alza frente a nosotros.

»El señor de Lesay, al saber que yo salía de la Escuela Diplomática me juzgó digno de colaborar en su Atlas histórico. Se trataba de referir en una serie de mapas lo que el viejo filósofo llamaba las vicisitudes de los Imperios, desde Noé hasta Carlomagno. El señor de Lesay había almacenado en su cabeza todos los errores del siglo XVI en lo referente a antigüedades. Yo pertenecía ya en historia a la escuela de los invasores, y mi fogosa juventud no me permitía fingir. La manera de comprender aquel anciano o, mejor dicho, de no comprender los tiempos bárbaros, su obstinación en imaginar una antigüedad plagada de príncipes ambiciosos, prelados hipócritas y codiciosos, ciudadanos virtuosos, poetas, filósofos y otros personajes que sólo han existido en las novelas de Marmontel, me descorazonaba y me inspiraba toda clase de objeciones, muy razonables sin duda, pero completamente inútiles y a veces peligrosas. El señor de Lesay era sumamente irascible, y Clementina muy hermosa. Entre ella y él pasé horas de tortura y delicia. Yo estaba enamorado; fui cobarde, y concedí al señor de Lesay cuanto exigía en las épocas de Abraham, de Menes y de Decaulión, y acerca de la figura histórica y política de la tierra, donde más adelante debía ser enterrada Clementina.

»A medida que concluíamos nuestros mapas, la señorita de Lesay los pintaba a la acuarela. Inclinada sobra la mesa sujetaba el pincel con dos dedos; una sombra proyectada desde sus párpados hasta sus mejillas sumergía en una penumbra encantadora sus ojos entornados. Cuando ella levantaba la cabeza contemplaba yo su boca sonriente, y su hermosura era tan expresiva que no podía respirar sin parecer que suspiraba; sus actitudes más vulgares me sumergían en un ensueño profundo. Mientras fijaba los ojos en ella, reconocía con el señor de Lesay que Júpiter reinó despóticamente sobre



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