El cero y el infinito by Arthur Koestler

El cero y el infinito by Arthur Koestler

autor:Arthur Koestler
La lengua: spa
Format: epub


6

Llegó la víspera del fin del plazo concedido por Ivanov, y, al servírsele la cena, Rubashov tuvo la sensación de que había algo desusado en el aire, sin poder explicarse qué. El alimento se distribuyó con arreglo a la rutina, y el melancólico toque de trompeta sonó puntualmente a la hora prescripta, pero, a pesar de eso, Rubashov tenía la impresión de que la atmósfera estaba tensa.

Quizás uno de los ordenanzas lo había mirado más expresivamente que de costumbre, o tal vez la voz del viejo carcelero tenía una resonancia curiosa. Rubashov no lo sabía, pero no podía trabajar, sintiendo la tensión en los nervios, como los reumáticos presienten una tormenta.

No bien hubo cesado el toque de silencio, se puso a mirar al pasillo, en el que las lámparas eléctricas estaban a media luz por falta de corriente, iluminando débilmente las baldosas; el silencio en el corredor parecía más profundo y desesperanzado que nunca. Rubashov se acostó en el camastro, volvió a levantarse, se esforzó por escribir unas cuantas líneas, apagó el cigarrillo y encendió otro. Se asomó al patio, donde había empezado a fundirse la nieve, que aparecía sucia y blancuzca bajo el cielo nublado; en el parapeto opuesto, el centinela se paseaba con su fusil. Volvió a observar el corredor a través de la mirilla: silencio, desolación y luz eléctrica.

Contra su costumbre, y a pesar de la hora tardía, llamó al número 402.

—¿ESTÁ USTED DORMIDO? —le preguntó.

Durante un momento no hubo contestación, y Rubashov esperó desilusionado, hasta que empezaron los golpes de respuesta, algo más lentos y suaves que de costumbre:

—No. ¿LO SIENTE USTED TAMBIÉN?

—SENTIR, ¿QUÉ? —preguntó Rubashov, mientras respiraba con trabajo, acostado en el camastro y transmitiendo con los lentes.

Otra vez el número 402 pareció dudar, y cuando contestó lo hizo tan débilmente que daba la impresión de hablar con voz baja:

—MÁS VALE QUE SE VAYA A DORMIR...

Rubashov seguía acostado en el camastro, le avergonzaba que el número 402 le hablase en aquel tono paternal. Estaba de espaldas en la oscuridad, y dirigía los ojos a los lentes que tenía en la mano medio levantada. El silencio era tan penoso que lo sentía zumbar en sus oídos. De pronto, empezó a sonar la pared:

—ES CURIOSO QUE USTED LO SIENTA TAMBIÉN.

—¿SENTIR QUÉ? ¡EXPLÍQUESE! —transmitió Rubashov, sentándose en la cama.

El número 402 pareció pensarlo otra vez; después de un momento dijo:

—ESTA NOCHE VAN A LIQUIDAR ALGUNAS DIFERENCIAS POLÍTICAS.

Rubashov entendió, y se apoyó contra la pared, esperando oír más, pero el número 402 no continuó. Al cabo de algún tiempo preguntó:

—¿EJECUCIONES?

—Sí —contestó lacónicamente el número 402.

—¿CÓMO LO SABE USTED? —preguntó Rubashov con interés.

—ME LO HA DICHO LABIO LEPORINO.

—¿A QUÉ HORA SERÁ?

—NO LO SÉ —y después de una pausa—: PRONTO.

—¿SABE LOS NOMBRES?

—NO —contestó el número 402, y después de otra pausa agregó—: DE SU CLASE. DIVERGENCIAS POLÍTICAS.

Rubashov se dejó caer bruscamente y esperó. Luego de un momento se puso los lentes y colocó un brazo bajo la nuca. Nada se oía de afuera. Cada uno de los movimientos y ruidos en el edificio le llegaba embotado y helado en la oscuridad.



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