De las cenizas by Guillermo Galván

De las cenizas by Guillermo Galván

autor:Guillermo Galván [Galván, Guillermo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2003-01-01T00:00:00+00:00


Habitación 440, 10:35 h

ALLÁ abajo, firme junto a la escalera de entrada al edificio y nevado de pelusas, el busto de bronce con estúpidas narices de caricatura, o de berenjena como dice Faustino, asemeja un ilustre espantapájaros. La gente pasa a su lado sin concederle la importancia que debería, sin reparar siquiera en su existencia. No se lo reprocho: yo vivía en su misma inopia hace apenas dos semanas.

Aquí dentro, el juez Barahona sigue agitando su inquieto trasero en el sillón. Francamente, es difícil saber si se trata de una seña instintiva de aprobación o la expresión corporal de una duda generalizada respecto a mis palabras. Desde luego, no es un gesto en busca de una nueva cinta en su bolsa como sucedió al principio de nuestra conversación. No, la grabadora ya se detuvo hace un buen rato, pero él no parece preocuparse. Se lo hago notar sin esconder mi decepción.

—Traje una sola cinta —aclara—. No contaba con una declaración tan amplia por su parte. Pero no se preocupe —⁠me muestra ahora su libreta de notas⁠—, tengo muy buena memoria.

Ahorro comentarios, aunque su actitud me disgusta, me enfurece más exactamente. Hay algo detrás de esa indolencia, de su autosuficiente placidez, que me crispa. No sabría explicarlo con palabras, se trata sin duda de un impulso irracional, y tampoco quiero aceptar que mi alojamiento forzado entre estas paredes me esté transformando en un cretino quisquilloso, pero su pose resulta antipática; su mismo olor, esa peste pegajosa y edulcorada, su perfume de mujerzuela barata me repugna. Empiezo a pensar si no me habré equivocado llamándolo, si no hubiese sido preferible callar.

—¿Por qué no denunció en su momento la agresión y las amenazas de Adrián Dorado?

—Por no meterlo en un lío —⁠prefiero ser sincero⁠—. No por él, claro. Habría sido un disgusto para su madre, y creí que todo quedaría resuelto si abandonaba la casa.

Fina, la enfermera, asoma de nuevo su cabeza por la puerta. Siempre solícita, siempre oportuna, quiere certificar que he tomado mi diaria dosis de química. Ya la he hecho desaparecer de la mesilla y ni siquiera necesito mentirle.

—Eso está mejor —suena como una monja⁠—. Van a firmar tu alta, así que cambia esa cara y mueve un poco las piernas, perezoso.

Pienso en el sabor del viento, en la luz directa del sol sobre mi piel, en poder mover las piernas, como ella dice, sólo por caminar en dirección a la libertad. Pero es nada más que una burla de mis recuerdos, y enseguida me río de esos pensamientos, de esa aspiración ilusa por la que Barahona se permite felicitarme.

—Si va a salir —veo en sus ojos la esperanza de escapar de mí⁠—, quizá sea preferible que continuemos esta entrevista el lunes, más tranquilamente, en mi despacho.

Me niego a aceptar un aplazamiento. Sólo es una coartada. Nadie me puede asegurar que dentro de dos días pueda seguir hablando. Lo que tenga que decir, lo diré ahora.

—En tal caso —admite con forzada resignación⁠—, desearía que aclarase ciertas lagunas en su relato, especialmente de su contacto con Julio Cesar Pelosso.



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