Cuaderno prohibido by Alba de Céspedes

Cuaderno prohibido by Alba de Céspedes

autor:Alba de Céspedes [de Céspedes, Alba]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1952-04-23T00:00:00+00:00


Ha dirigido la pregunta al vacío, con amar gura. Después, casi arrepentido de haberse dejado llevar por sus ideas, ha añadido riendo que no estaría mal establecer una edad, «pongamos cuarenta y cinco años», pasada la cual se tuviera derecho a estar solo en el mundo y a poder elegir de nuevo la propia vida.

—Por lo demás —siguió diciendo—, nadie entiende lo que hacemos, el esfuerzo que nos cuesta… Nadie, excepto los que trabajan con nosotros.

He comprendido que hablaba contra su mujer. A lo mejor Michele también habla así de mí alguna vez. Me he dicho que yo no pido nada, que sólo compro zapatos y vestidos para los chicos y comida, y nunca pieles de visón. Me he preguntado si habría una diferencia, y he tenido que decirme que sí, pero a mi favor, porque Michele no puede acusarme de nada.

—Sin embargo —le he replicado con una sonrisa maliciosa recordando lo que Mirella había dicho de Barilesi—, si le ofrecieran renunciar al esfuerzo que le cuesta el trabajo, ¿renunciaría usted?

Mientras hablábamos nos habíamos levantado y nos habíamos acercado a la ventana. Las sombras cubrían el jardín que se veía a nuestros pies, un jardín melancólico de palmeras y oleandros.

—No —confesó sinceramente.

Reímos.

—Pero, tal vez, porque no tengo otra cosa —añadió en voz baja.

Su presencia me parecía totalmente nueva, pero agradable. Me decía que hasta hacía pocos años había tenido aún que luchar hora tras hora, que hubo días en que no supo cómo hacer frente a grandes vencimientos o a pagar a los empleados. Le he contestado que siempre me había dado cuenta y que había sufrido por él que siempre he apreciado su resistencia, su tenacidad y su capacidad en todo momento. Le dije que no tenía derecho a quejarse porque su vida había sido extraordinaria, y, sonriendo, le recordé que había entrado como contable en una casa de tejidos. Él, en cambio, recordaba el día en que yo había entrado en su oficina. Me dijo que en los primeros tiempos mi aspecto mundano le intimidaba, que todas las veces que entraba en su despacho sentía el deseo de ponerse de pie como si estuviera en un salón, y que cuando yo le entraba la cartera de la correspondencia le molestaba que le volviera las páginas y le secase la firma.

—No me he dado nunca cuenta —dije sonriente.

—¡Oh! —exclamó—. Siempre he procurado que no lo advirtiera.

El jardín estaba completamente a oscuras. Mi rostro se reflejaba en el cristal de la ventana. Era el rostro de una mujer joven, tal vez porque había estado en la peluquería. He murmurado:

—Es tarde.

Me ha ayudado a ponerme el abrigo. Luego me ha dicho que dentro de diez minutos le traerían el coche y podría acompañarme. He rechazado, sin ofenderle, pero con firmeza, su ofrecimiento y ha replicado que no era nada malo. Riendo le he replicado que no era por esto. Entonces me ha acompañado hasta la puerta como si no fuera su empleada.

—Gracias por haber venido. Hemos podido trabajar en paz, y, además, he podido desahogarme un poco.



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