Confesiones de un artista de mierda by Philip K. Dick

Confesiones de un artista de mierda by Philip K. Dick

autor:Philip K. Dick [Dick, Philip K.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1975-01-01T05:00:00+00:00


Doce

El viernes, a pesar de las maldiciones de mi hermana, subí andando por el camino hasta Inverness Park, a casa de Claudia Hambro, y asistí a la reunión del grupo.

Había sido construida en uno de los desfiladeros, a mitad de altura sobre una de las caras, en uno de los caminos serpenteantes que eran demasiado estrechos para aceptar el paso de un coche. El exterior de la casa tenía un aspecto húmedo, como si la madera, a pesar de la pintura, hubiera absorbido la humedad de la tierra y los árboles. La mayoría de las casas construidas en los desfiladeros jamás se secaban. Los helechos crecían en todos los lados de la casa de los Hambro, algunos tan altos y densamente apiñados contra las paredes de la casa que parecían estar consumiéndola. En realidad, era grande: tenía tres plantas, y un porche con barandillas que recorría uno de los lados. Pero el follaje hacía que se mezclara con la pared del desfiladero y resultara indistinguible. Vi varios coches aparcados delante, en el borde del camino, y así es cómo supe adónde debía ir.

La señora Hambro me abrió la puerta de entrada. Llevaba unos pantalones de seda china y sandalias, y su cabello, en esta ocasión, había sido peinado hacia atrás hasta formar una lustrosa y negra cola que le llegaba a la cintura. Observé que sus uñas estaban pintadas de plata y que eran largas y afiladas. Lucía bastante maquillaje; los ojos parecían más oscuros y grandes, y los labios estaban tan rojos que parecían casi marrones.

Dos puertas de cristal, mantenidas abiertas con pilas de libros, daban al salón, que tenía paredes y techo de madera oscura, con estanterías por doquier, más sillas y sillones, y un hogar en un extremo, sobre el cual los Hambro habían colgado un tapiz chino que mostraba la rama de un árbol y una montaña en la distancia. Había seis o siete personas sentadas en las sillas. Mientras recorría el salón, vi una grabadora y cierto número de carretes de cinta, y unos cuantos números de la revista Fate, que se dedicaba a los hechos científicos inusuales.

Las personas que había en el cuarto parecían tensas, y considerando la razón por la que nos habíamos reunido, no pude culparlas. La señora Hambro me los presentó. Un hombre mayor, con ropas de aspecto rústico, trabajaba en la ferretería de Point Reyes. Otro, me dijo ella, era carpintero en Inverness. El último era casi tan joven como yo, rubio y con el cabello corto. Según la señora Hambro, era el propietario de una pequeña granja lechera en la costa, al otro lado de la bahía, cerca de Marshall. Las otras personas eran mujeres. Una, enorme y bien vestida, que rondaría los cincuenta y tantos, era la mujer del dueño de la tienda de café en Inverness Park. Otra era la mujer de un técnico del transmisor RCA situado en el Point. Otra la mujer de un mecánico del garaje Point Reyes Station.

En cuanto me hube sentado entró una pareja de mediana edad.



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