Batallador by José Luis Corral y Alejandro Corral

Batallador by José Luis Corral y Alejandro Corral

autor:José Luis Corral y Alejandro Corral [Corral, José Luis y Alejandro]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, historica
editor: 13insurgentes
publicado: 2018-04-12T16:00:00+00:00


CAPÍTULO IV

GRANDES CONQUISTAS

1

Los primeros días del año anduvimos cazando por las heladas tierras al oeste de Burgos y pasamos la fiesta de los Reyes Magos en Cavia, una pequeña villa a media mañana de camino de la ciudad, en donde la corriente del río Arlanzón traza una serie de curvas.

—Es hora de volver a Aragón —me dijo don Alfonso—. Los gallegos han sido sometidos por doña Urraca, que ha llegado por fin a un acuerdo con su hijo para gobernar conjuntamente sus reinos.

—Pero, en ese caso, es probable que ambicionen Castilla —repuse con preocupación.

—Tal vez lo hagan más adelante, pero no en los próximos meses.

—Mi señor, doña Urraca firma ahora todos sus documentos como Reina de toda Hispania, y lo hace al lado de su hijo, al que ya llaman rey. Eso significa que ambicionan gobernar sobre todo el territorio que se extiende desde el Mediterráneo hasta el océano Tenebroso.

—Eso es un sueño que yo también tuve cuando acepté casarme con esa veleidosa mujer; pero solo eso, Bernardo, un sueño. Doña Urraca gobierna, ahora con su hijo, Galicia y León, pero doña Teresa, su medio hermana, ambiciona para ella y su marido don Enrique las tierras de Portugal como un reino propio. Aragón y Pamplona me pertenecen, al este están los condados de Pallars, Urgel y Barcelona, con sus propios señores, los condes Arnal, Armengol y Ramón Berenguer, y aún queda medio territorio de Hispania en poder de los sarracenos almorávides.

—¿Y Castilla? —le pregunté.

—Castilla es mía, y más ahora que me apoyan el conde de Lara y don Diego López de Haro —asentó rotundo; y añadió—: ¡Ah, si hubiéramos podido culminar con éxito ese malhadado matrimonio!

—Deberíais haber engendrado un hijo con doña Urraca, tal vez entonces…

—No pude hacerlo. Ni siquiera lo intenté. No puedo hacerlo con una mujer, no puedo…, ni quiero, bien lo sabes. ¿Y tú, Bernardo, tú has podido hacerlo alguna vez con una mujer? —me preguntó y me gustó que lo hiciera, pues atisbé cierto fondo de celos en su manera de mirarme.

—No —le mentí—. Nunca lo he hecho. Yo tampoco podría hacerlo con una mujer.

No me atreví a contarle mis esporádicas relaciones con doña Elvira de Toro, la bella dama de compañía de la reina Urraca. Supongo que si se lo hubiera confesado se habría sentido traicionado y no quería que se molestara conmigo, y mucho menos ahora que estábamos a punto de emprender una hazaña prodigiosa.

Detuvimos nuestros caballos en lo alto de una loma. El valle del Arlanzón estaba cubierto de un fino manto de nieve. Soplaba un viento gélido del noroeste pero brillaba un sol amarillo y tibio en el espléndido azul celeste de Burgos.

—Comamos algo; estoy hambriento —propuso el rey.

—Yo también tengo hambre, mi señor. Esta cabalgada me ha despertado el apetito.

—Pues pide que nos traigan algo de comer.

Hice una señal a los mozos que nos seguían a cierta distancia con las mulas y las alforjas con la impedimenta y uno de ellos se acercó presuroso.

—El rey quiere comer, deprisa —le ordené; y



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