American Gods by Neil Gaiman

American Gods by Neil Gaiman

autor:Neil Gaiman
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Fantástico
ISBN: 9788484316275
publicado: 2001-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo Undécimo

Tres pueden guardar un secreto si dos de ellos están muertos.

—Ben Franklin, Poar Richards Almanack.

Transcurrieron tres días de frió en los que el termómetro no llegaba en ningún momento a cero, ni siquiera a mediodía. Sombra se preguntaba cómo podía sobrevivir la gente con ese frío en los tiempos anteriores a la electricidad, anteriores a las mascarillas térmicas, anteriores a la ropa interior térmica, anteriores a nuestra facilidad para viajar.

Había bajado a la tienda de vídeos, curtidos, cebos y aparejos de pesca a ver la colección de cebos hechos a mano de Hinzelmann. Eran más interesantes de lo que esperaba: imitaciones de vida llenas de color, hechas de cuero e hilo, que disimulaban un anzuelo en su interior.

Se lo preguntó a Hinzelmann.

—¿Quieres saber la verdad?

—Sí.

—Bueno —le explicaba el viejo—, a veces no sobrevivían, morían. Las chimeneas con goteras, las estufas y los fogones mal ventilados mataban a tanta gente como el propio frío. Aquellos tiempos eran muy duros, se pasaban el verano y el otoño almacenando comida y leña para el invierno. Lo peor de todo era la locura. He oido por la radio que tiene que ver con la luz del Sol, que no hay bastante en invierno. Mi padre decía que la gente perdia la cabeza, lo llamaban locura de invierno. En Lakeside nunca ha sido muy grave, pero en algunas de las otras ciudades de por aquí, ahi sí que les daba fuerte. Cuando yo era niño todavía se decía que si la criada no te había intentado matar antes de febrero era porque no tenía sangre en las venas.

»En la época en que todavía no había biblioteca, los libros de cuentos se trataban como oro en paño, cualquier cosa que se pudiera leer era un tesoro. Una vez, mi abuelo recibió un libro de su hermano de Baviera y todos los alemanes de la ciudad se reunieron en el Ayuntamiento para que se lo leyese. Los irlandeses, los finlandeses y todos los demás pedían a los alemanes que les contasen los relatos.

»A treinta kilómetros hacia el sur, en Jibway, un invierno encontraron a una mujer como Dios la trajo al mundo, que andaba con un bebé muerto entre los brazos y no podía soportar que se lo quitasen, —Meneaba la cabeza pensativo, cerró la caja de cebos con un chasquido—. Mal asunto. ¿Quieres un carnet del videoclub? Acabarán por abrir un Blockbuster aquí y se nos habrá acabado el negocio, pero de momento tenemos bastantes películas.

Sombra le recordó a Hinzelmann que no tenía ni televisión ni video. Le divertía su compañía, sus reminiscencias, sus historias y su sonrisa de duende viejo, pero hubiese sido un poco incómodo para Sombra admitir que la televisión le resultaba violenta desde el momento en que le había empezado a hablar.

Hinzelmann rebuscó en un cajón y sacó una caja de latón, que por su aspecto, en algún momento había sido una caja de bombones o galletas de Navidad: un Papá Noel de colorines con una bandeja de coca–colas brillaba en la tapa, Hinzelmann la destapó.



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