Amando a Pablo, odiando a Escobar by Virginia Vallejo

Amando a Pablo, odiando a Escobar by Virginia Vallejo

autor:Virginia Vallejo [Vallejo, Virginia]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Historia, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2007-09-01T04:00:00+00:00


En el taxi hacia el aeropuerto donde vamos a tomar el vuelo de regreso en Avianca, la aerolínea de Santo Domingo, él y David van felices, burlándose de las pacientes de Ivo Pitanguy que son amigas de ambos. Julio Mario dice que, como David le economizó una fortuna porque pagó la cuenta de su habitación, él está tan contento que «se quedaría en ese maravilloso taxi riendo con nosotros dos por el resto de su vida». Al llegar a Bogotá me despido de ellos y los veo partir a gran velocidad entre docena y media de vehículos y un ejército de guardaespaldas que los esperaban a la puerta del avión. Tampoco hacen aduana, y alguien que trabaja para el grupo Santo Domingo toma mi pasaporte y me conduce rápidamente hacia otro automóvil. Pienso que la gente como Julio Mario y Armando —no como Pablo y Gilberto— son los verdaderos dueños del mundo.

Un par de días después un periodista conocido mío me ruega que lo reciba porque quiere pedirme un gran favor, dentro de la mayor reserva. Le digo que tengo una cena de corbata negra pero que con gusto lo atenderé. Se llama Edgar Artunduaga, ha sido director de El Espacio, el diario vespertino de los cadáveres sangrantes, y con el tiempo se convertirá en Padre de la Patria. Me ruega que le suplique a Pablo que lo ayude económicamente porque, a raíz del apoyo que le prestó en la divulgación del videocasete con el cheque de Evaristo Porras a Rodrigo Lara, nadie quiere contratarlo y su situación es crítica. Le explico que docenas de periodistas me han pedido favores similares y que siempre se los he referido directamente a la oficina de Pablo para que él decida qué hacer. Ni me interesa conocer las penurias de mis colegas ni me gusta actuar como intermediaria en ese tipo de contribuciones. Pero en el caso suyo haré una excepción, porque lo que me cuenta no sólo me conmueve profundamente sino que parece requerir una solución urgente.

Pablo sabe que yo jamás telefoneo a un hombre que me interese románticamente; ni siquiera para devolver sus llamadas. Cuando marco su número privado él mismo contesta, e inmediatamente me doy cuenta de que está feliz de escucharme. Pero cuando le digo que tengo a Artunduaga delante mío, y le explico a qué ha venido, comienza a aullar como un loco energúmeno y por primera vez en su vida me trata de usted:

—¡Saque a esa rata de alcantarilla ya de su casa antes de que se la contamine! ¡Llamo en quince minutos y, si él todavía está ahí, le pido prestados tres muchachos al Mexicano, que vive a diez cuadras de su casa, para que vayan hasta allá y lo echen a las patadas!

No sé si Artunduaga alcanza a escuchar los alaridos y epítetos de Pablo al otro lado de la línea: no lo baja de víbora, chantajista, canalla, hiena, extorsionista, hampón de pacotilla. Me siento terriblemente incómoda y, cuando cuelgo, sólo atino a decirle que Escobar se molestó porque no acostumbra tratar conmigo temas de pagos a terceros.



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