A sangre y fuego by Manuel Chaves Nogales

A sangre y fuego by Manuel Chaves Nogales

autor:Manuel Chaves Nogales [Chaves Nogales, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Histórico, Bélico
editor: ePubLibre
publicado: 1937-01-01T05:00:00+00:00


LOS GUERREROS MARROQUÍES

—Paisa, por Dios Grande, no tirar. Yo estar rojo.

Con los brazos en alto, las manos abiertas, una pierna tinta en sangre y las verdes pupilas dilatadas por el espanto, Mohamed se rendía. Había arrojado el fusil al suelo en señal de sumisión y, colocado delante del peñasco tras el que estuvo defendiéndose, esperaba a que fuesen a capturarle. Los rojos, venteando una añagaza del moro, no se decidían a salir a cuerpo limpio y seguían tiroteándole desde los lugares protegidos en que se habían atrincherado para cercarle. De vez en cuando, el chasquido de una bala arrancaba una lasca al peñasco donde se destacaba la silueta estirada de Mohamed, cada vez más maravillado de que después de tanto tirarle no le hubiesen dado todavía.

—No tirar —gritaba con voz angustiada—. Yo estar rojo; yo estar república.

Los rojos, desde sus parapetos, seguían tirando al blanco sobre él. Pero no le daban. Mohamed, estupefacto al ver que las balas pasaban junto a su cabeza sin herirle, empezó a sentir cierto desprecio por aquellos torpes tiradores. Estaba seguro de que él no hubiese marrado al primer golpe. Y tan desdeñoso concepto formó de ellos, que pensó en coger otra vez el fusil y seguir luchando, seguro de vencer a tan incapaces guerreros. Uno de ellos pareció decidirse al fin a echar el cuerpo fuera del parapeto.

—¡Ríndete! —le gritó.

Los otros tres enemigos que le tenían cercado fueron asomando la gaita cautamente.

—¡Ríndete! —le repetían.

Mohamed, que se había rendido hacía mucho tiempo, no explicaba aquel miedo y aquellas precauciones excesivas de cuatro hombres armados contra uno solo, herido e inerme. Cuando vio en torno suyo a los cuatro milicianos, que todavía no osaban acercársele, y consideró la menguada estatura que tenían y las viejas escopetas de que estaban armados, sintió por ellos un infinito desprecio desde el fondo de su alma de guerrero africano y, olvidándose de su pierna inútil, atravesada ya por un balazo, se resolvió a emprender de nuevo la lucha.

Los dejó confiarse poco a poco. Escondida entre los pliegues del jaque conservaba su afilada gumía, y el fusil, previsoramente cargado, estaba aún en el suelo al alcance de su mano. Acechó el instante preciso, y rápido como una centella, empuñó el cuchillo, lo hundió en el cuerpo del miliciano que tenía más cerca, se agachó para coger el fusil, disparó contra otro y se volvió hacia el tercero, que, tirando la escopeta, daba ya media vuelta y echaba a correr. No tuvo tiempo de disparar. El cuarto miliciano, un cabrero serrano, achaparrado y recio, se tiró sobre él embistiéndole con la cabezota como un jabalí. Rodaron por tierra el moro y el cabrero. Estrechamente abrazados se debatían en el suelo. Hubo un instante en el que los dos hombres atenazados mutuamente cruzaron una mirada feroz. La pupila felina del guerrero beréber clavó su saeta verde en el ojo negro, estriado de sangre y de bilis, del castellano. Torció el moro la vista esquivando la monstruosa ferocidad de aquella mirada turbia. El cabrero



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