Ruter el rojo by Pedro García Martín

Ruter el rojo by Pedro García Martín

autor:Pedro García Martín [MARTÍN, PEDRO GARCÍA]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788435045186
editor: EDHASA
publicado: 2012-06-20T09:59:50+00:00


CAPÍTULO XVI

La fragancia del jabón, la chamusquina de la pólvora

Pues si España no hubiera tenido los desaguaderos de Flandes, las sangrías de Italia, los sumideros de Francia, las sanguijuelas de Génova, ¿no estuvieran todas sus ciudades enladrilladas de oro y muradas de plata?

Baltasar Gracián, El Criticón,

Zaragoza, 1651

La barca entoldada de azabache se deslizaba como un cisne negro que reinase sobre las aguas esmeraldas del río Guadalquivir. Estaba acicalada por guirnaldas de flores. De las orillas llegaban el aroma de los vergeles recién florecidos, ecos de risas y cantos al son de la vihuela. Las gaviotas disputaban el celaje azulado a las águilas reales y los halcones terrestres. Al doblar la curva fluvial balizada por juntos y carrizos, la falúa atracó en un pequeño embarcadero. Era el ancladero de la finca que los Ponce de León poseían en San Juan de Aznalfarache. Desde allí, los mercaderes holandeses, sentados en los bancos de cubierta, fueron conducidos hasta una mesa al aire libre. Todo estaba dispuesto para la merienda.

En esa campa reverdecida por el riego, les recibió el noble anfitrión sevillano rodeado de su familia. De seguido, les fue presentando al resto de los invitados, los cuales aguardaban esta última comitiva para iniciar el convite. El cenador efímero se hallaba al pairo del viento gracias a una pared de jazmines y rosales que lo dotaba de una cierta intimidad. Las palmadas del amo movilizaron a los criados y a los músicos. Las viandas empezaron a desfilar al ritmo de las jácaras y las danzas. La algarabía de voces subió de tono al compás del trasiego de vino blanco, fino y oloroso, servido en jarras de plata. Al cabo del banquete, azahares y claveles perfumaban el aire; sobrios y beodos manchaban la tierra. Las cortinas rosáceas del crepúsculo cayeron sobre los comensales satisfechos.

Los contertulios fueron saliendo hacia los macizos de adelfas. Pararon en un corro de frutales, presidido por una fuente que a través de sus caños cincelados derramaba agua sonora sobre una taza de alabastro. El grupo se desdibujaba apenas iluminado por hachones. Sus llamas alargaban las sombras fantasmagóricas por los rincones más frondosos del huerto. Los ancianos y casados buscaron el descanso en unos escaños de madera. Les regocijaba la frescura de la caricia del relente. Mientras, las damas y los caballeros más jóvenes se dispersaron. Paseaban entre las discretas calles del jardín. Daban rienda suelta al coqueteo y a los requiebros amorosos en su laberinto vegetal. Los más se quedaron en el juego de las palabras atrevidas, en el código de los mensajes del abanico, en el quiero y no puedo del envite. Por mor de la indecisión. A causa de la vigilancia de padres y dueñas. Mas algunas parejas, holgaron a su solaz protegidas por la oscuridad cómplice de los árboles. Antonio Ruter, que había arribado en el séquito postrero, fue de los que supo cómo iba a terminar la noche. Desde el instante en que contempló a aquella mujer morena, de busto generoso, caderas rotundas y ademanes insinuantes. El pelirrojo y la bella copularon de bolina hasta el amanecer.



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