Carta florentina by Guillermo Carnero

Carta florentina by Guillermo Carnero

autor:Guillermo Carnero [Carnero, Guillermo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Poesía, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2018-01-01T00:00:00+00:00


Si no muere y se pudre el grano, no habrá espiga.

Las hojas, los arroyos, los rumores del bosque

que la lluvia redime de la esterilidad

no verán florecer la flor de nieve,

ni alzar el vuelo el águila y las aves cantoras,

si no mueren el árbol, la paloma y el corzo.

Su vida breve alcanza en hermosura

más alta cima y en vivacidad

cuando en arco de cola de cometa

se disuelve su signo cancelado,

y así de la ceniza del árbol, de la sangre

de la paloma herida por el azor, del lobo

que esparce en la pradera los despojos del ciervo,

nacen el canto y el color del mirlo,

y cada vez que suenan en el bosque

los pasos de la muerte sobre el lodo

sus rumores le dan la bienvenida

con el anuncio y la proclamación

de la tersura y el frescor del verde,

la verticalidad indefinida

que convierte en indicio de arco iris

el torbellino pardo de hojas secas.

No hay tierra más feraz y más florida

que la que ha sido campo de batalla:

de la boca y los ojos de los muertos

brotan las amapolas, trasladando

de cuerpo a flor el rojo de la sangre.

Sobre la carne muerta y el acero,

el oro terne de los entorchados,

el bronce y el charol y el hueso hendido,

crecen altas y densas las espigas

en las que esculpe el viento su mensaje

de luminosidad redondeada.

En la lluvia la roca parda y gris

se reviste de verde humedecido

que el hielo desmenuza, y arrastrada

rueda pendiente abajo hasta llegar a un agua

rauda y horizontal, que la conduce

con su música, rápida primero,

después opaca y lenta y sinuosa,

y la olvida en remanso trasparente

donde cae hasta el fondo deslizándose

como se balancean en el verso

los adjetivos justos engarzados

que definen la música del agua.

Música ambigua de agua de estuario

en su doble color verde y azul

sobre la redondez de los cantos rodados,

polvo ambarino al fin, centelleante

en las olas que llegan a la playa

del mar turquesa y verde piadosamente mudo

en su telón de invisibilidad

sobre muchos naufragios y sus muertos,

en cuyo cráneo nadan la memoria y los peces.

Lo que el marino teme es la bonanza,

ondular en la calma como el prado

cuando lo mece una ligera brisa,

la inacción de las olas, la detención del viento.

Prefiere oír en medio de la noche

doblarse y estallar el roble y el acero,

la espuma en los bajíos, el coral

—ascua y diamante rojo— seccionando la quilla,

la nube de medusas orlando el hundimiento

mientras suena sin pausa una campana,

hasta que lo sumerja y lo abandone

una mujer cayendo

al abismo sin fondo de su abrazo,

a la ceguera de las aguas turbias

en la frontera póstuma del tiempo

asignado al amor, digitación

en su viscosa espalda de nereida;

y así, en la calma gélida y oscura

por la que pasan formas y colores

veloces y lejanos como furtivos peces,

en la aniquilación de la vista y el tacto

se instituye el recuerdo y su sentencia.

En Lisboa una iglesia derruida

por el agua marina y por el fuego

ha vuelto a levantarse

sobre su destrucción; los muros calcinados

sustentan una bóveda color de rosa y ámbar

en cuya clave danza una sirena,

y su tesoro guarda un cráneo hendido

recubierto de oro. Las columnas

desnudas de pedazos de su mármol

desollado, y los cálices fundidos

cuyo beso rajó la liturgia del pórfido.



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