Bola de sebo, Mademoiselle Fifi y otros cuentos by Guy de Maupassant

Bola de sebo, Mademoiselle Fifi y otros cuentos by Guy de Maupassant

autor:Guy de Maupassant [Maupassant, Guy de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2008-01-01T00:00:00+00:00


MARROCA

Amigo mío, me pides que te mande mis impresiones, mis aventuras y, sobre todo, mis lances de amor en esta tierra de África que tanto me atraía desde hacía tanto tiempo. Te reías mucho, ya por anticipado, de mis ternuras negras, como tú decías; y ya me veías de vuelta seguido por una corpulenta mujer de ébano, tocada con un trapo amarillo enrollado en la cabeza y bamboleándose dentro de una vestimenta de radiante colorido.

El turno de las moriscas llegará a su debido tiempo pues he visto varias que me han dejado con ciertas ganas de empaparme en esta tinta; pero, como comienzo, me ha sucedido algo mejor y particularmente original.

Me escribes en tu última carta: «Cuando me entero de cómo se ama en un determinado país, conozco a este país como para describirlo aunque no lo haya visto nunca». Te comunico que aquí se ama furiosamente. Desde los primeros días se experimenta una especie de ardor frenético, una rebelión, una súbita tensión de los deseos, un enervamiento que te recorre hasta la punta de los dedos, que sobreexcitan hasta la exasperación nuestras capacidades amatorias y todas nuestras facultades de sensación física, desde el simple contacto de las manos hasta esa indecible necesidad que nos hace cometer tantas tonterías.

No nos confundamos. Yo no sé si eso que llamáis amor de corazón, amor de almas, si el idealismo sentimental, el platonismo, en fin, pueden existir bajo este cielo; lo dudo. Pero el otro amor, el de los sentidos, que tiene tanto de bueno, y mucho, es verdaderamente terrible; el calor, esta constante quemazón de la atmósfera que pone febril, esas sofocantes bocanadas de aire del sur, esa mareas de fuego venidas del gran desierto tan próximo, ese agobiante siroco, más devastador y que reseca más que el fuego, ese perpetuo incendio de todo un continente quemado hasta las piedras por un sol enorme y devorador, abrasan la sangre, enloquecen la carne, bestializan.

Pero paso a contarte. No te diré nada de mis primeros días de estancia en Argelia. Después de haber visitado Bona, Constantina, Biskra y Sétif, llegué a Bujía siguiendo las gargantas del Chabet y una incomparable vía que cruza los bosques de la Kabilia y bordea el mar a doscientos metros de altura, serpenteando de acuerdo con los flecos de la alta montaña hasta ese maravilloso golfo de Bujía, tan bello como el de Nápoles, el de Ajaccio y el de Douarnenez, los más admirables que yo conozca. Exceptúo de mi comparación esa increíble bahía de Porto, ceñida de granito rojo y habitada por los fantásticos y sangrientos gigantes de piedra que llaman los «Calanche» de Piana, en la costa oeste de Córcega.

Desde lejos, desde muy lejos, antes de rodear la gran cuenca en que duerme el agua tranquila, se percibe Bujía. Está edificada sobre las pendientes laderas de un monte muy alto, que coronan bosques. Es una mancha blanca en esta pendiente verde; se diría la espuma de una cascada cayendo al mar.

Desde el momento que puse pie en esta diminuta y encantadora ciudad, comprendí que me quedaría en ella mucho tiempo.



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