Manchú by Robert Elegant

Manchú by Robert Elegant

autor:Robert Elegant [Elegant, Robert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1979-01-01T00:00:00+00:00


* * *

La sinrazón femenina de Dolores halagó a Francis, porque la había creído por encima de tales pequeñeces. Pero se juró que ninguna mujer le dictaría lo que tuviera que hacer, y le dijo a José Rey que a la mañana siguiente fuera a buscar al médico.

El médico era sorprendentemente joven y corpulento. Se restregó las manos durante tres minutos antes de quitarle el sucio vendaje con sus dedos romos. Con fastidio, arrugó la nariz ante el hedor del pus que empezó a manar. Francis arqueó el cuerpo de dolor, y la cabecera de bambú crujió bajo su presión cuando un dedo largo exploró el canal que la bala había abierto en su carne, antes de alojarse en la tibia.

—Probaremos cataplasmas y fomentos durante cinco días —ordenó el médico a José—. Y también un caldo curativo, dos cuartos al día. Nada más, salvo gachas de arroz con pollo hervido. Y nada de visitas…, ninguna en absoluto.

Cocido con hiel de serpiente, corteza de árbol, hierbas silvestres, deyecciones de murciélago y testículos de pangolín, el caldo medicinal sabía como las basuras de una cuadra manchú remojadas en las cloacas de Lisboa. Pero después del segundo día, la fiebre de Francis bajó, y se sintió más fuerte, aunque dormía la mayor parte de la jornada.

José no pudo impedir la entrada a dos visitantes que llegaron uno detrás de otro al cuarto día. Francis reconoció que ningún cristiano chino, aun sospechoso de ser un ateo camuflado, podría haber cerrado el paso a tales sacerdotes.

El primero fue un fraile franciscano, con los rasgos ensombrecidos por la cogulla de su áspero hábito marrón. Se presentó como el hermano Jerónimo, confesor de la senhorina Teresa Dolores Ángela do Amaral. No e ofreció consuelo, sino firme consejo.

—Debes arrepentirte de tu obstinación, hijo mío —ordenó—. Doña Dolores teme que ese hechicero pagano te mate…, en vez de curarte.

—Lo pensaré —la exigencia del fraile afirmó la determinación de Francis.

—¿Puedo decirle a la senhorina, entonces, que mi misión no ha sido en vano?

—Decidle que consideraré vuestras palabras con cuidado —insistió Francis y, luego, se ablandó—. Decidle también que me sentiré contento de verla a cualquier hora, a partir de pasado mañana.

—Así lo haré, hijo mío, con mucho gusto —el fraile se envalentonó por la aparente aquiescencia de Francis—. Discutiré otro asunto contigo. Que quede claro que es por mi propia iniciativa, no de la senhorina.

—¿De qué se trata? —preguntó Francis, fatigado.

—El asunto se refiere al bienestar de su alma, que está a mi cuidado. No es conveniente… que permanezca soltera a sus casi veinte años, pone en peligro su alma.

—Soy un hombre casado, padre —le advirtió Francis—. Yo no busqué conocer a esa dama. Ella me ofreció graciosamente su amistad. En cualquier caso, todo lo que vaya más allá de la amistad es imposible.

—No me has convencido en absoluto, hijo mío. Escúchame bien. Sería mejor que sus inclinaciones se dirigieran hacia un caballero portugués. Pero tienden hacia ti. Si insiste, ello conducirá al pecado de la carne o a la estéril soltería.



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