Rompecorazones by Sarah MacLean

Rompecorazones by Sarah MacLean

autor:Sarah MacLean [MacLean, Sarah]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Erótico, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-08-23T00:00:00+00:00


Capítulo once

Henry se despertó al oír un ruido al otro lado de la puerta.

En la habitación reinaba la profunda oscuridad propia del momento más cerrado de la noche; hacía rato que las velas se habían extinguido y que el fuego de la chimenea se había reducido a unas destellantes ascuas. Se había quedado dormido con Adelaide entre los brazos, relajada por primera vez desde que se conocían. El aroma de ella lo envolvía, fresco como la lluvia; el peso y el calor de ese cuerpo se apretaban contra el suyo; los dedos de esa apasionante mujer le habían trazado suaves círculos en el pecho, y Henry deseó comprar Los Hambrientos y no salir de allí jamás.

Deseó tenerla allí, en esa cama, hasta que le contara todos y cada uno de sus secretos.

Deseó decírselo todo.

Y era una locura, por supuesto.

«¿O acaso no?».

Adelaide le había ofrecido un futuro.

Desde que cumplió catorce años, supo que no se casaría, que haría lo imposible por no enamorarse como los demás. Se había construido una identidad fría e impenetrable, una que no lo mostraba atractivo para las mujeres. Ni para cualquiera, de hecho. En cuanto la gente se daba cuenta de que el ducado no era accesible, pasaba de largo, pues no hallaba compensación alguna a permanecer a su lado.

Pero, en cierto modo, aquella mujer había encontrado una manera de abrirse paso con sus caricias, sus besos y los retazos de su ser que le había regalado, como si fueran un tesoro. Y era una suerte que se los hubiera regalado, porque, de lo contrario, Henry tal vez los habría robado, porque los adoraba. Los pedazos de la vida de ella, su mundo, su mente. Sus besos.

La noche anterior, después de estrecharla con los brazos y decirle que el matrimonio no figuraba en su futuro, que temía amar a otra persona más que esta a él, Adelaide no le había exigido conocer sus secretos.

En realidad, le había ofrecido una nueva posibilidad.

«Ser su querida».

Era imposible, por supuesto. Había observado durante tanto tiempo a Adelaide Frampton que sabía que con ella no había medias tintas. Merecía a un hombre que pudiera dárselo todo: matrimonio, un hogar —un maldito palacio si lo deseaba—, hijos para llenarlo con alegría, sinceridad, una vida sin secretos.

Merecía un corazón lleno de dicha.

Pero allí, en las profundidades de la noche, en aquella oscura posada que parecía encontrarse en los confines de la Tierra, si cerraba los ojos, podía llegar a creer que él era ese hombre.

Aunque sabía que no debía, la abrazó con más fuerza. Le pasó una mano por la suave piel de la espalda y se detuvo al encontrar una marca. El inicio de otra cicatriz, esa más larga que la del costado.

«¿Qué le había hecho el mundo a esa mujer?». La rabia lo invadió, ardiente e impaciente, seguida de un férreo deseo por hallar a quienes le habían hecho daño y destruirlos. Por vengarla. Por protegerla.

«No necesito protección», le había dicho Adelaide cuando se había enfrentado al tipo grosero. Cuando la había llamado su esposa.



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