Pioneros by Willa Cather

Pioneros by Willa Cather

autor:Willa Cather [Cather, Willa]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1912-12-31T16:00:00+00:00


IX

El domingo por la tarde, un mes después de su llegada, Carl Linstrum fue con Emil a la colonia francesa para asistir a una feria benéfica católica. Se pasó la mayor parte del tiempo sentado en el sótano de la iglesia, donde se celebraba la fiesta, hablando con Marie Shabata, o paseando por la terraza de gravilla creada en la ladera de la colina frente a las puertas del sótano, donde los chicos franceses practicaban saltos, lucha y lanzamiento de disco. Algunos llevaban los trajes blancos de béisbol, porque acababan de llegar del partido de entrenamiento de los domingos en el campo de juego. Amédée, el recién casado y mejor amigo de Emil, era su lanzador, famoso en los pueblos de los alrededores por su velocidad y su destreza. Amédée era un joven menudo, un año más joven que Emil y de aspecto mucho más juvenil; muy ágil y activo y bien proporcionado, con el cabello castaño claro, la piel blanca y dientes blancos y deslumbrantes. Los chicos de Sainte-Agnes iban a jugar contra el equipo de Hastings pasada una quincena, y las fulminantes bolas de Amédée eran la esperanza de su equipo. El menudo francés parecía echar cada gramo de su cuerpo sobre la bola cuando salía de su mano.

—Sin duda habrías formado parte del equipo de la universidad, ‘Médée —dijo Emil, cuando echaron a caminar desde el campo de juego a la iglesia de la colina—. Lanzas mejor ahora que en primavera.

—¡Claro! —dijo Amédée, sonriendo—. Un hombre casado ya no pierde la cabeza. —Dio una palmada a Emil en la espalda, acomodándose a su paso—. ¡Oh, Emil, tienes que casarte enseguida! ¡Es lo mejor del mundo!

Emil rió.

—¿Cómo voy a casarme si no tengo chica?

Amédée lo cogió del brazo.

—¡Bah! Hay muchas chicas que te querrían. Lo que tienes que buscarte es una bonita chica francesa. Te tratan bien; siempre alegres. Mira —empezó a contar con los dedos—, está Sévérine, y Alphosen, y Joséphine, y Hectorine, y Louise, y Malvina. ¡Bueno, a mí me gustaría cualquiera de ellas! ¿Por qué no las cortejas? ¿Eres un creído, Emil, o es que te pasa algo? Nunca había visto un chico de veintidós años que no tuviera novia. ¿Quieres ser sacerdote a lo mejor? ¡Eso no es para mí! —Amédée adoptó un aire arrogante—. Yo traeré muchos buenos católicos a este mundo, espero, y es una manera de ayudar a la Iglesia.

Emil lo miró y le palmeó el hombro.

—Hablas por hablar, ‘Médée. A vosotros los franceses os gusta fanfarronear.

Pero Amédée tenía el celo de los recién casados y no iba a dejarlo correr tan fácilmente.

—En serio, Emil, ¿no te gusta ninguna chica? A lo mejor hay alguna joven dama en Lincoln, muy distinguida —Amédée agitó la mano lánguidamente ante el rostro para representar el abanico de una beldad sin corazón—, y perdiste el corazón por ella. ¿Es eso?

—Quizá —dijo Emil.

Pero Amédée no vio resplandecer el rostro de su amigo como era debido.

—¡Bah! —exclamó, disgustado—. Les diré a todas las chicas francesas que se aparten de ti.



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