Perlas para un collar by Ángeles de Irisarri & Toti Martínez de Lezea

Perlas para un collar by Ángeles de Irisarri & Toti Martínez de Lezea

autor:Ángeles de Irisarri & Toti Martínez de Lezea [Irisarri, Ángeles de & Martínez de Lezea, Toti]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2009-01-01T00:00:00+00:00


Ceti

Monzón (Huesca)

Año 4991 de la Creación. Año vulgar de 1230

No era una ventaja, ciertamente, ser la tercera de tres hermanas, siendo las otras dos bastante más mayores que ella, y tener por ende unos padres de edad demasiado avanzada. La pequeña Ceti se acostumbró pronto a pasar desapercibida, en cuanto tuvo edad para entender y escuchó a su madre lamentarse de su mala fortuna. Dios sólo le había dado hijas, le oyó decir en tono quejicoso a su tía Astruga. Se esperaba de una esposa judía que diese al menos dos hijos varones a su marido, pero ella había sido incapaz y, para colmo, había tenido aquella tardía que, de no mediar un milagro, se quedaría soltera para vergüenza de la familia, pues habían gastado una verdadera fortuna en las dotes de las mayores y apenas quedaba para ella. ¿Qué hombre querría casarse con una joven poco agraciada y que, además, no aportaba una buena dote al matrimonio? Acabaría como la vieja Nira, seca y amargada, ocupada en obras de caridad y en las tareas de limpieza de la sinagoga.

Las palabras de la madre resonaron en sus oídos durante varios días y su joven mente fue hilvanando detalles, recordando momentos a los que no había prestado una atención especial porque le parecían naturales, hasta ahora. Pensándolo bien, su madre nunca le daba un beso ni la acariciaba como veía hacer a otras vecinas con sus hijas. Y no es que fuera una mujer falta de afecto, pues su rostro se iluminaba al ver llegar a su hija mayor y a sus dos nietos varones, para quienes siempre tenía un obsequio, además de preparar en dichas ocasiones pasteles de miel, higos, nueces y especias azucaradas. E igual ocurría con la segunda, que estaba embarazada y para quien tenía palabras de cariño en todo momento. ¿Por qué entonces no le dedicaba a ella ni un instante de su tiempo? Llegó a la conclusión de que no la quería, de que su presencia la molestaba, y decidió volverse invisible.

La chiquilla alegre y revoltosa que había sido hasta entonces dejó paso a una sombra que se movía por la casa procurando no ser vista, ocultándose de su madre y de las visitas, pegándose al muro en los rincones más oscuros o sentándose a un extremo de la mesa de la cocina, que abandonaba de inmediato en cuanto había comido y limpiado su plato. Se dio cuenta de que nadie la echaba en falta, de que nadie le preguntaba adónde iba o qué hacía, y no le importó; al contrario, convirtió su invisibilidad en un juego hasta tal punto que había momentos en que se preguntaba si en verdad existía e imaginaba que era un espíritu de aquellos que, según la tía Astruga, velaban por los buenos judíos. No obstante, a medida que crecía, cada vez le resultaba más tedioso escuchar las aburridas conversaciones de su madre con sus hermanas mayores, la tía o con cualquier otra mujer que aparecía por la casa, pues su



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