Orient-Express by Graham Greene

Orient-Express by Graham Greene

autor:Graham Greene [Greene, Graham]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1931-12-31T16:00:00+00:00


* * *

Cuando dejó al doctor, Coral se puso a correr con la maleta en la mano tan de prisa como pudo. A causa del traqueteo del tren, a duras penas conseguía mantener el equilibrio. Cuando Myatt la vio asomarse a la puerta de su compartimiento estaba sofocada y casi hermosa. Diez minutos antes, Myatt había desistido de continuar con la correspondencia de Eckman y la lista de precios, porque inevitablemente antes de que las frases o las cifras cobraran para él algún sentido oía resonar en sus oídos la voz de Coral diciendo: «Le amo».

«¡Vaya guasa! —pensó—. ¡Qué broma!». Consultó el reloj. Siete horas sin ninguna parada y había gratificado espléndidamente al jefe de tren. Preguntábase si tales empleados estaban ya acostumbrados a tal clase de episodios en los trenes de largo recorrido. Myatt había leído de joven unas narraciones en las que los correos del rey eran seducidos por maravillosas condesas, que viajaban solas, y se había preguntado si alguna vez le sonreiría semejante fortuna. Se miró al espejo y alisó sus negros cabellos impregnados de brillantina. «¡No soy tan mal parecido! ¡Si al menos mi tez no fuese tan mate!». Pero cuando se quitó el abrigo de pieles se vio obligado a reconocer que había adquirido una cierta gordura y que en lugar de ser portador de pliegos secretos con el sello real viajaba por negocios de pasas. «Tampoco ella se parece a una magnífica condesa rusa, pero le gusto y, además, como mujer no está mal».

Sentóse, consultó el reloj y volvió a levantarse. Estaba sobreexcitado.

«¡Eres un idiota! —se dijo—. Es una mujer como las demás, bonita, graciosa y vulgar; la podrías encontrar cualquier noche en Spaniards Road». Sin embargo, pese a sus vacilaciones, tenía la impresión de que la aventura no estaba exenta de frescor y novedad. Quizá dependiera ello de la situación, del ambiente, de la circunstancia de viajar a ochenta kilómetros por hora en una cama de sesenta centímetros de ancho o tal vez se debiera a la exclamación de la muchacha durante la cena. Las mujeres que conociera no se atrevían a emplear tales palabras. Decían «Te amo» si se les preguntaba; pero su expansión espontánea consistía generalmente en la expresión: «Eres muy amable». Se puso a pensar en Coral como jamás pensara en una mujer accesible: «Es encantadora y dulce. Me gustaría hacer algo por ella». Y por un momento olvidó que ella ya tenía una razón para mostrarse agradecida.

—Entre —dijo Myatt—. Entre.

La desembarazó de la maleta, que empujó debajo del asiento. Acto seguido cogió las manos de la muchacha entre las suyas.

—Bueno… ya estoy aquí ¿no? —exclamó ella con una sonrisa. Le pareció a Myatt que la muchacha, a pesar de su sonrisa, estaba asustada y se preguntó cuál sería el motivo. Soltó sus manos para bajar las persianas de las ventanas del pasillo y de repente se encontraron solos en aquella especie de caja bamboleante. Myatt la besó en la boca. Los labios de Coral le respondieron fría y suavemente, como vacilantes.



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