Obra breve by Arturo Pérez-Reverte

Obra breve by Arturo Pérez-Reverte

autor:Arturo Pérez-Reverte [Pérez-Reverte, Arturo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Aventuras, Bélico, Romántico, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1995-04-30T16:00:00+00:00


* * *

II.

Fue un viaje tranquilo. Tuvimos buen tiempo y hermosas puestas de sol costeando África hasta el golfo de Guinea. Ella solía pasar el tiempo en una hamaca de cubierta, bronceándose la piel con el cabello recogido en un pañuelo de seda, gafas oscuras y un libro en las manos. Al atardecer, antes de vestirse para la cena, la veíamos siempre a popa, observando las aves marinas que planeaban en la estela mientras la corredera desgranaba milla tras milla en el Atlántico. Tenía una forma peculiar de inclinar el rostro sobre la borda, como si la espuma de las hélices, al batir las aguas, arrastrase imágenes que no le disgustara ver desvanecerse mar adentro. Sólo en aquel momento parecía sonreír como para si misma, algo distante, con ese leve toque de fatiga, o de hastío, que a veces es posible percibir en algunas mujeres jóvenes a las que suponemos una historia que contar.

Pero ella jamás contó nada. Se limitaba a una breve inclinación de cabeza cuando algún pasajero o tripulante le dirigía un saludo, o cuando alguien, más atrevido, se hacía el encontradizo sobre cubierta. Creo que jamás la vi reír, o pronunciar diez palabras seguidas; ni siquiera cuando Martín, las dos o tres veces que ella y su marido fueron invitados a cenar en mi mesa de la cámara, hacía esfuerzos desesperados para llamar su atención. A pesar de ello, cuando dejamos atrás el trópico de Cáncer mi tercero estaba enamorado hasta la médula, y su dolencia aumentó a medida que nuestra latitud se aproximaba al Ecuador. Aquello me hubiera dado lo mismo en otras circunstancias; pero a fin de cuentas se trataba de mi barco. Ella era una mujer casada y su marido un pasajero absolutamente honorable, en principio. Además estábamos en alta mar, lo que me convertía en responsable moral de la situación. Así que una noche subí al puente mientras Martín hacía su cuarto de guardia, me apoyé a su lado en la bitácora y en voz baja, para evitar que nos oyera el timonel, le dije que estaba dispuesto a colgarlo del palo mayor si seguía haciendo el idiota. Creo que captó el fondo del asunto, pues a partir de entonces dejó de tartamudear en su presencia y todo fue como una seda.

Y no es que al marido le hubiera importado mucho. Lo cierto es que resultaba un tipo curioso. Yo estaba al corriente —a un capitán, en un barco, se le ocultan muy pocas cosas— de que las noches en el camarote de primera que ambos ocupaban eran ardientes, por decirlo de algún modo. Mayordomos y camareros daban fe, y era inevitable que eso llegara a mis oídos, de que tras la cena, ya en la intimidad de sus estrechas literas, ambos se entregaban a prolongados y ruidosos ejercicios conyugales. Lo extraño de todo aquello es que, durante el día, en la vida cotidiana de a bordo, apenas se prestaban atención, y era imposible, por mucho que se acechase, percibir en ellos los



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