Los galeones del rey by José Calvo Poyato

Los galeones del rey by José Calvo Poyato

autor:José Calvo Poyato [Calvo Poyato, José]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2001-12-31T16:00:00+00:00


11

Cuando Diego Ruiz de Acevedo llegó a su casa era ya pasada la medianoche. Allí le aguardaban, ansiosos, Catalina y Jerónimo, quienes habían matado el tiempo de angustiosa espera comentando lo ocurrido aquella agitada tarde. Las preguntas de ambos se amontonaron sobre el recién llegado, sin darle respiro:

—Diego, ¿qué ha pasado realmente? ¿Qué noticias tienes? ¿Cuántos muertos ha habido? ¿Hay algún caso de contagio pestilente?

El médico soltó con gesto cansado la ajada bolsa de cuero, deteriorada por largos años de ejercicio de la profesión. Tenía reflejadas en el rostro las huellas de la tensión y del esfuerzo. Tomó asiento, se sirvió una generosa copa de vino de una jarra que había sobre la mesa y, después de tomar un largo trago, miró a su esposa y a su amigo.

—No sé cómo ha podido ocurrir una cosa así. Aunque es poco lo que hemos sacado en claro hasta este momento, los alguaciles que están realizando las pesquisas correspondientes creen que todo ha sido un accidente fortuito y que el pánico se debe a la tensión que vive la ciudad.

—¡Por el amor de Dios, Diego, dinos de una vez lo que ha ocurrido! —inquirió Catalina.

—La opinión de los alguaciles es que en la calle de Chicarreros una mujer sufrió un ataque y cayó al suelo presa de fuertes espasmos y convulsiones. Eso, al menos, es lo que han dicho algunos testigos presenciales.

—Eso es cierto —señaló Jerónimo—; yo estaba muy cerca de donde se encontraba la mujer que cayó fulminada, debatiéndose en medio de convulsiones. No tuve posibilidad de acercarme ante el desorden que se produjo. La muchedumbre me obligó a replegarme hacia la plaza del Salvador. Por poco me aplastan contra las andas donde era procesionado mi Cristo. Menos mal que Manara pudo asirme por un brazo y tirar de mí. Varios cofrades protegieron la imagen y nos salvaron de la avalancha, que todavía no tenía el impulso que ganó poco después.

—¿Qué ocurrió entonces, Jerónimo? —preguntó Diego, interesado.

—¿Cómo que qué ocurrió? ¡Ya te lo he dicho!

—No… no. Me refiero a qué pasó para que la gente corriese despavorida. Supongo que ocurrió algo más. —Diego pareció meditar un momento—. La reacción instintiva en esos casos es acercarse a quien necesita ayuda.

—Bueno —Jerónimo lo dijo como si fuese algo sabido de antemano—, alguien gritó con fuerza: «¡Es la peste!». Esos gritos fueron los que provocaron la desbandada. Porque antes… —ahora sus ojos miraban como si acabase de hacer un descubrimiento singular— la reacción de los presentes había sido de sorpresa, de estupor. Todo el mundo estaba como paralizado. En un primer momento casi nadie se movió, salvo los que estaban más próximos a aquella mujer, que abrieron un amplio círculo a su alrededor. —Miró a su amigo fijamente a los ojos—. ¿Piensas que acaso…? ¿Piensas que aquellos gritos sobre la peste podrían…?

Catalina y Diego intercambiaron una mirada de complicidad. Era la mirada de dos personas compenetradas, a las que basta un gesto, un destello de sus ojos para entenderse.

—¿Crees que todo esto responde a



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