Obras Completas vol. II by Gabriel Miró
autor:Gabriel Miró [Miró, Gabriel]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788726508857
editor: SAGA Egmont
publicado: 2023-09-07T08:24:36+00:00
XIV
Nuevo estrado de amor.
En tanto que Félix acababa de vestirse, comentaba con mucho donaire la blandura de tÃo Eduardo y la rigidez de doña Constanza.
TÃa Lutgarda, que le escuchaba con embelesamiento, le dijo:
â¡Llegarás a quererla tanto que no podrás separarte de esa señora!
Riéndose y ciñéndose el lazo de la chalina, acercóse Félix a la ventana.
LlovÃa delgadamente. Sobre los cónicos almiares, recién dorados por la mollizna, cruzó el dardo de un halcón. En la fronda, remozada, tierna, olorosa, gritaban escondidos los pájaros.
Fueron al comedor; y Félix y Silvio desayunaron presididos por tÃa Lutgarda.
De repente, encendióse la mañana. La ancha mesa patrimonial tornóse rubia, como si en los manteles se hubiese volcado un tesoro o un haz de mieses maduras. Era el gozoso sol de junio, que habÃa traspasado nubes y boscajes y penetraba hasta en el alma de Félix.
Cuando los dos primos salieron, ya estaba el cielo limpio, joyante, de un azul nuevecito y húmedo, como el verdor de los árboles que goteaban la lluvia pasada y retenida.
Silvio se marchaba a Los Almudeles para entender de los negocios de tÃo Eduardo, a cuya heredad regresarÃa por las tardes. Félix sólo le acompañaba hasta las colmenas. Detrás, iba el hijo de Alonso, llevando de la jáquima una borrica, mansa y preñada.
Ya cerca de «El Retiro», vieron un rapaz que les preguntó por el señorito de «La Olmeda». Félix le indicó a Silvio; el cual, dudando, dijo:
âPero, ¿es a mà o a él?
Repuso el muchacho que el recado lo traÃa para el de «La Olmeda». Y como Félix insistiese en su calidad de advenedizo o forastero, adelantóse su primo hacia el huerto de «KÅveld».
Los otros quedaron aguardándole bajo los álamos del rÃo.
A poco, oyó Félix que gritaban su nombre desde la finca. ¿Pues para qué le querrÃan?... No serÃa el hosco y celoso Giner, que estaba en su hacienda del llano; y recordó, entonces, que viniendo de la aldea hallaron «El Retiro» muy alumbrado y bullicioso.
De nuevo le llamaban.
Subió Félix. En la escalera, clara y diminuta, flotaba un tenue perfume que acabó de alejarle la imaginación de «KÅveld».
Hallóse a Silvio, que bajaba.
â¡Era a ti, era a ti!
Y cuando pisó el último peldaño, Félix exhaló un grito de suprema felicidad.
â¡Madrina... madrina!
Doña Beatriz le abandonó sus manos, sonriéndole calladamente.
â¿Y Julia?
âAquà la tienes, también...
Y se derramó, apasionada y dulce, la risa de la doncella.
Como el goce es siempre bueno y piadoso, Félix recordó enternecido la soledad del hijo de doña Constanza, y quiso que lo buscasen.
Salieron al balcón y le gritaron que viniese.
â¡No era a mà nada más, Silvio! Es fiesta para los dos; comeremos juntos... ¡Ven!
Y vino Silvio, aunque reacio y todavÃa fosco de los celos padecidos. Las bellas forasteras le acogieron con tan sencillo agrado, que la cohibida palabra del señorito lugareño se fué desatando, y su encogimiento y sofocación trocáronse en demasiada campechanÃa.
Beatriz y Félix se apartaron en el saledizo del balcón.
â¿Qué piensas, qué crees viéndonos aquÃ?
â¡Yo, ni siquiera creo que hayáis venido!
â¡Qué cortedad tiene la mirada de los hombres! Lo digo porque mi viaje estaba decidido antes que tú lo desearas.
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