No te veré morir by Antonio Muñoz Molina

No te veré morir by Antonio Muñoz Molina

autor:Antonio Muñoz Molina [Muñoz Molina, Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2023-08-31T00:00:00+00:00


Había mirado el reloj tan ceremoniosamente como si en vez de en la muñeca lo llevara colgado de una cadena en el chaleco.

—Qué barbaridad. Y qué vergüenza, haber pasado tanto tiempo hablando yo solo. Habrá sido el vino, y la lengua española. Una combinación peligrosa para mí. En inglés y bebiendo agua no me vienen esos recuerdos. Y a Connie y a mis hijos no les interesan. Como solo hablo con ellos en inglés, mi vida española no existe. No ya para ellos: ni para mí mismo. Son de California, nacidos y criados, Constance también. En California el pasado no existe. Les parece una cosa anticuada de europeos, o de gente de la costa Este. Recordar un pasado de hace cincuenta años les parece tan inverosímil como ir a pie a hacer la compra. Es algo contagioso. Me pasó a mí también. Cuando llegué a California me libré de todo mi pasado, de mi vida en España. No es que me olvidara, o me esforzara en hacerlo. Ni que quisiera reinventarme, como les gusta decir. Me quité del pasado como el que se quita del tabaco. Igual que dejé de ponerme durante mi primer verano la ropa formal que traía en el equipaje. Se desprendió de mí, sin que me diera cuenta, como si se hubiera caído mientras caminaba. ¿No sentiste algo parecido al llegar aquí, al menos al principio, las primeras semanas?

—Sentí que quedaba en suspenso la vida anterior. Seguía sufriendo lo mismo que antes de venir, pero el sufrimiento parecía que estaba separado de mí. Como si me hubiera perdido el rastro, o yo lo hubiera dejado atrás.

—¿Y ahora?

—Ahora me ha alcanzado, y ya no me suelta.

—A mí la vida antigua empezó a volverme no en los recuerdos, sino en los sueños.

Pareció que iba a decir algo más, pero se detuvo. Tenía que irse. Se esforzaba ahora en disipar el estado de ánimo de la rememoración, como quien se echa agua fría en la cara para salir de la somnolencia. Yo aún tenía que volver durante un par de horas al archivo de la Phillips Collection, a revisar dibujos de Valdés Leal que en su mayor parte podían ser de cualquier otro pintor con cierta habilidad del siglo XVII. Ya en la acera, al despedirnos, me dijo Aristu: «Constance me pide que te pregunte si le gustó a tu hija el regalo del Apolo XI».

No había tiempo y yo no sabía qué decir, y él intuía que quizás no habría debido preguntarme. Podía contestar que sí, que a mi hija le había encantado el regalo, y pasar a otra cosa, a las vaguedades corteses de la despedida, a mi agradecimiento por el favor que me permitía acceder tan fácilmente al museo; o podía, había estado a punto, caldeado yo también por la efusión del vino y la cercanía humana, podía decirle que mi hija no contestaba a ninguna de mis postales ni mis cartas ni daba muestras de recibir ni agradecer ninguno de los regalos que yo le



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