Lady Melindres by José de la Rosa

Lady Melindres by José de la Rosa

autor:José de la Rosa [Rosa, José de la]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-11-18T00:00:00+00:00


Capítulo 20

Un encuentro fortuito

No se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que el forastero le tendió aquella escudilla con una liebre guisada.

Y no es que estuviera muy sabrosa, no. Con la intensa nevada, apenas habría encontrado algunas yerbas con las que aderezarla y algún trozo de cecina para arrancarle sabor, pero el hambre no sabía de gustos.

Callaham se había tirado al muslo a grandes mordiscos, sin importarle si se quemaba los dedos. Isabel, en cambio, permanecía muy derecha sobre el troncón, con el plato en la mano y, tras entender que no había un servicio de cubiertos, la comía a pequeños pellizcos que masticaba hasta la extenuación.

El individuo se llamaba Diego «el apellido no importa», o, al menos, eso les había dicho. Ayudó a Isabel a descender del árbol, tomándola por las pantorrillas, y a Callaham no le pasó desapercibido que, para bajarla al suelo, había hecho que descendiera sobre su cuerpo, más lento y ajustado de lo que era necesario, y se había detenido unos segundos cuando el rostro de Isabel estaba a escasas pulgadas del suyo.

Le entraron ganas de atravesarlo con una espada, pero para eso debería haber llevado una y ser un desagradecido, porque estaba claro que si seguían vivos, era por aquel tipo.

Su dama, además, se ruborizaba cada vez que ese individuo le lanzaba una de esas largas y aburridas miradas, y sonreía como si en ello le fuera la vida. En resumen, la hiel se le estaba esparciendo a Callaham por la sangre y el malhumor por la piel.

Diego «a secas» les había dicho que había salido a cazar, y que llevaba tiempo siguiendo a esa manada de lobos, que el hambre los había llevado demasiado cerca de la población, lo que sucedía en inviernos tan fríos como aquel.

Después, les había invitado a que le acompañaran, porque tenía una olla al fuego no lejos de allí, donde estaba guisando dos liebres que sería un honor compartir. Aceptaron, por supuesto. Aunque hubiera sido medio conejo, no lo habrían dudado.

Les había preguntado sus nombres, y Callaham había lanzado una disimulada mirada a Isabel para que tuviera cuidado con la respuesta.

—Me llamo Isabel —dijo ella, sin entrar en apellidos⁠—, y mi asistente, León.

Él no pudo evitar arrugar la frente. «¡Asistente!». ¿Qué era eso?, ¿una especie de criado? Habían acordado que, para justificar que viajaban juntos, se presentarían como marido y mujer, como hicieran en la carroza compartida, aquello…

Aguzó la mirada. Estaba claro que a Isabel le agradaba aquel individuo arrogante y jactancioso, que había parecido perder todo el interés en él y solo tenía ojos para ella, a quien dedicaba tantas sonrisas y miradas fruncidas que se le estaba revolviendo el estómago.

En aquel instante, se encontraban en medio de la nada, protegidos por la copa de un árbol que había evitado que la nieve hiciera un montículo, alrededor de un vivo fuego, y con un plato de comida caliente en la mano. Y todo, debía reconocer, gracias a aquel individuo.

—¿Quiere más? —le preguntó.

Callaham le arrancó el



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