La vida contada por un sapiens a un neandertal by Juan José Millás & Juan Luis Arsuaga

La vida contada por un sapiens a un neandertal by Juan José Millás & Juan Luis Arsuaga

autor:Juan José Millás & Juan Luis Arsuaga [Millás, Juan José & Arsuaga, Juan Luis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación, Ciencias naturales
editor: ePubLibre
publicado: 2020-09-22T16:00:00+00:00


Nueve. Superpeluche

En junio se cumplió un año del primer encuentro entre el paleontólogo y yo. Un año durante el que no nos subió el colesterol ni nos aumentó la presión arterial ni nos cayó una teja en la cabeza. Comparadas con la marcha del mundo, nuestras vidas discurrían sin sobresaltos reseñables. La asociación funcionaba, en fin. Le llamé para decirle que deberíamos celebrarlo y estuvo de acuerdo.

—Te llevaré a una juguetería —añadió.

Al colgar me quedé un poco preocupado. ¿Pensaba comprarme un peluche como regalo de aniversario? ¿Había empezado a descubrir mi neandertalidad profunda? En tal caso, ¿qué debería regalarle yo?

¿Qué puede ofrecerle un neandertal a un sapiens?

Me citó en una tienda de muñecas de la calle del Arenal de Madrid a las siete de la tarde de un sábado. La calle del Arenal, que está peatonalizada, une la Puerta del Sol con la plaza de la Ópera, dos puntos neurálgicos de la ciudad. La arteria hervía de gente, como una placa de Petri hierve de microorganismos en el laboratorio. Llegué media hora antes, según mi costumbre, para inspeccionar los alrededores, y me asomé al establecimiento, que se trataba, en efecto, de una juguetería cuya estética evocaba las tiendas inglesas de los años veinte del pasado siglo. En el escaparate se exponían decenas de bebés hiperrealistas, pero también peluches y hasta una casa de muñecas.

Me vuelven loco las casas de muñecas. La que había en el escaparate tenía dos pisos y una buhardilla y estaba abierta por la mitad, mostrando sus entrañas: el salón, la cocina, los baños, los dormitorios… En el salón había un grupo de personas mayores tomando el té. En uno de los dormitorios, una niña, que me recordó a la Alicia de Carroll, se miraba en un espejo ovalado, de los de pie. En la buhardilla, un mayordomo y una cocinera departían sentados en el borde de una cama alta. Parecía un mundo en paz, quizá demasiada. Yo habría puesto en el piso inferior, debajo del hueco de la escalera, un ahorcado colgando de una viga.

Al rato, empecé a dudar de si Arsuaga me había citado realmente allí o había sido un sueño. La sospecha aumentó al comprobar que a la hora prevista no había llegado. Me metí en un bar próximo desde el que podía vigilar la entrada de la tienda y pedí un café para hacer tiempo y reflexionar sobre mi situación mental. A eso de las siete y cuarto, cuando estaba a punto de marcharme, lo vi llegar un poco apurado, abriéndose paso entre el gentío.

—¡Lo siento, lo siento! —se disculpó—, es que vengo de la sierra, de hacer una marcha, y he cogido a la vuelta un poco de caravana.

Le pregunté qué hacíamos allí.

Él se volvió y señaló a la muchedumbre y exclamó:

—¡Observa qué energía!

Detesto la energía, detesto la euforia, detesto a las masas, pero fingí entusiasmarme con aquel espectáculo de sábado por la tarde en el centro de una de las grandes urbes europeas.

—Ya he observado la energía —dije transcurridos unos segundos—.



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