La rosa de Escocia by Janet Paisley

La rosa de Escocia by Janet Paisley

autor:Janet Paisley
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 2008-08-09T22:00:00+00:00


En el claro entre los árboles, Anne limpiaba la inscripción de lápida junto a la que estaba arrodillada. Tras quitar el hielo y el musgo con los dedos pudo leer: «John Farquharson de Invercauld. Fallecido en 1738», decía; y debajo: «Su bienamada esposa, Margaret Murray, falleció de parto en 1725». Había traído una escarapela blanca para poner sobre la sepultura.

—Estamos ganando —susurró—. Ojalá lo supierais. Hago cuanto puedo.

En su última visita al hogar la habían acosado las dudas sobre Aeneas y la viabilidad de la invasión de Inglaterra. Ahora habían desaparecido. Una gallina escapó cloqueando de la mata de hierbas que crecía junto a la lápida. Al apartar las briznas heladas, Anne descubrió un gran huevo pardo, todavía caliente. Las gallinas, como la gente, eran esclavas del hábito. Sonriente, recogió el huevo y se levantó.

Vio entrar a MacGillivray a lomos de un caballo mientras cruzaba el patio. Al divisarla entre los árboles se acercó y desmontó para envolverla con los brazos.

—El paso es demasiado peligroso —aseguró—. Deberíamos ir dando un rodeo. Y pronto. Antes de que comience a nevar.

—Iremos ahora. —Ella le miró con gesto pensativo. Nunca había visto a Alexander atribulado por dudas. Nunca lo había visto vacilar, como si la luz de la razón clara le iluminara siempre el camino a escoger—. ¿Por qué combates?

—¿Cómo podemos sobrevivir, si no?

—Me preguntaba si vas tras tus propios sueños y esperanzas o tras los ajenos.

—¿Crees que combato porque tú me lo pediste?

—Porque crecimos con esa idea. Si no hubiera sido así, ¿pensaríamos y actuaríamos igual?

—Sin duda. Nuestros antepasados anteponían la libertad a la vida, a Dios y al rey. Los hombres que nos vendieron a la Unión los deshonraron, pero nuestra es la vergüenza si continuamos esclavizados por decisión propia.

—Hay quienes no piensan así.

—¿Te refieres a Aeneas?

—No. —Ella le puso una mano sobre la boca—. No vuelvas a pronunciar su nombre. Eso ha terminado.

Él le besó la yema de los dedos y luego le tomó la mano para apoyársela en el pecho a la altura del corazón.

—Si te refieres a esos escoceses que todavía se oponen a nosotros, tienen miedo. Pueden perder la vida, la tierra, el negocio. —Se encogió de hombros—. Lo que Inglaterra da, Inglaterra te lo puede quitar.

Ella jamás lograría entenderlo. No había orgullo ni dignidad en la subyugación. Sin el respeto por uno mismo, tanto la nación como su pueblo eran pobres. Y los pobres no tenían nada que perder, salvo la pobreza. ¿Acaso no tenían fe en sí mismos?

—La Iglesia presbiteriana los amenaza con la pérdida del alma inmortal, si se nos unen. —Anne sintió latir el corazón de MacGillivray contra su palma y metió la mano bajo la manta, contra la camisa, para percibirlo mejor. Cuando estaba así de cerca, tan cerca del pulso de su vida y su vigor, la soledad desaparecía.

—Pues entonces merecen la inmortalidad —observó él—. La pagan bien cara: nada de cantar, bailar o copular. —La estrechó con fuerza—. Yo preferiría esta forma de vida, por breve que sea.

—Tengo un huevo en la mano —le advirtió ella.



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