La prima Bette by Honoré de Balzac

La prima Bette by Honoré de Balzac

autor:Honoré de Balzac [Balzac, Honoré de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1846-01-01T00:00:00+00:00


60

UNA ENTRADA MUY LUCIDA

A eso de las seis, llegaron casi al mismo tiempo Stidmann, Claude Vignon y el conde Steinbock.

Una mujer corriente, o espontánea si se prefiere, habría acudido en el acto al oír anunciar a la persona tan ardientemente deseada. Pero Valérie, que llevaba esperando en su cuarto desde las cinco, dejó a los tres invitados a solas, pues estaba segura de que hablarían de ella o pensarían en ella aunque no lo dijeran.

Se había ocupado personalmente del orden del salón y había puesto en lugar destacado esas deliciosas chucherías que se fabrican en París, que solo podrían fabricarse en París y que dan fe de una presencia femenina, la anuncian, por así decirlo: recuerdos rodeados de esmaltes y bordados con perlas, copas repletas de lindas sortijas, obras maestras de Sèvres o de Sajonia montadas con exquisito gusto por Florent y Chanor, estatuillas y álbumes, todas esas bagatelas, en fin, que cuestan sumas desproporcionadas y cuyos encargos tienen que agradecer los fabricantes a los primeros delirios de la pasión o a las reconciliaciones postreras.

Se hallaba, además, Valérie embriagada por el triunfo, pues le había prometido a Crevel ser su esposa cuando Marneffe falleciera y, en vista de ello, el enamorado Crevel había dispuesto que recibiera Valérie Fortin la transferencia de diez mil francos de renta, que equivalían a la suma total de las ganancias que le habían proporcionado sus inversiones ferroviarias en los tres últimos años, el rendimiento íntegro del capital de cien mil escudos que le había ofrecido a la baronesa Hulot. Contaba, pues, Valérie con treinta y dos mil francos de renta.

Crevel se había comprometido también a algo de importancia infinitamente mayor que la cesión de sus beneficios. Valérie se había superado a sí misma, entre las dos y las cuatro, en la calle de Le Dauphin y, en el paroxismo de pasión al que lo había llevado su duquesa (así apodaba a la señora Marneffe para que nada faltara a sus ilusiones), se había creído en la obligación de asegurarse la fidelidad prometida mediante la oferta de un precioso palacete que un imprudente constructor había edificado para su propio uso en la calle de Barbette y que iban a sacar a la venta. ¡Ya se estaba viendo Valérie en aquella estupenda mansión, con su patio delantero y su jardín trasero! ¡Y con coche propio!

—¿Qué existencia decente podría proporcionar tantas cosas en tan poco tiempo y con tanta facilidad? —le había comentado a Lisbeth mientras acababa de arreglarse.

Lisbeth cenaba esa noche en casa de Valérie para poder hablarle a Steinbock de su amiga y decirle todas esas cosas que nadie puede decir personalmente de sí mismo.

Entró la señora Marneffe en el salón con el rostro radiante de felicidad y haciendo gala de una encantadora modestia. La seguía Bette, vestida de negro y amarillo, para servirle de contraste, como dicen los pintores.

—¿Cómo está, Claude? —dijo, tendiéndole la mano al conocidísimo excrítico.

Claude Vignon, como tantos otros, era ahora un político, palabra de nuevo cuño que sirve para nombrar a un ambicioso que se halla aún en la primera etapa de su carrera.



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