La gran aventura II by Barbara Cartland

La gran aventura II by Barbara Cartland

autor:Barbara Cartland
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Romántico, Novela
publicado: 1986-11-30T23:00:00+00:00


Capítulo 5

Cuando el conde mandó llamar por fin a Zenobia, la mañana estaba ya avanzada.

Cuando entró en la sala del conde, Zenobia comprendió la razón de la tardanza.

Estaba de pie junto a la ventana, completamente vestido. Ella lanzó una exclamación de sorpresa.

—Estoy demostrándome a mí mismo que estoy bien —dijo el conde.

—¡Me alegro tanto! ¡Debe ser un gran alivio!

El conde se sentó con mucho cuidado en una silla.

Como si quisiera evitar dar respuesta al comentario de la joven, él preguntó:

—¿Cuántas cartas logró hacer?

—Todas las que estaban en su lista de la India. Y he escrito los nombres de varias personas más que tal vez valdría la pena que su señoría les escribiera también.

Zenobia le extendió al conde la lista al decir eso.

El la miró, diciendo al mismo tiempo:

—¿Están correctos todos estos títulos?

—Están tomados de «El Libro Dorado de la India» —contestó Zenobia—, que por fortuna tiene usted en la biblioteca. Creo que si tenemos alguna duda sobre alguno de los nombres, podría yo escribir a la Oficina de la India.

—Veo que es usted muy eficiente, señorita Webb, y eso me satisface mucho.

Continuaron revisando y discutiendo la lista suplementaria de posibles expositores de la India, que Zenobia había preparado. Algunos de ellos eran conocidos de Zenobia, otros, del conde.

Varias veces ella observó que él movía la pierna con evidente incomodidad.

Por fin, como si el dolor lo hubiera vencido, acercó un banquillo a su silla y puso su pierna en ella.

—¿Le está doliendo? —preguntó Zenobia.

—Si quiere saber la verdad —contestó el conde—, me duele terriblemente. Lo que más me molesta es tener que admitir que los doctores tenían razón, cuando me advirtieron que era un error moverla demasiado pronto.

Zenobia titubeó un momento, antes de decir:

—Yo puedo, si usted me lo permite, pretender curarla. Es algo que aprendí a hacer primero en la India y después de un brujo beduino.

El conde la miró con fijeza. Después dijo, frunciendo un poco los labios:

—¡Esto sí que no lo creo! Me ha sorprendido usted ya demasiado, señorita Webb. Ahora, si tiene usted poderes mágicos, ¡voy a creer en verdad que es usted una simple creación de mi mente!

Zenobia se incorporó.

—No le prometo nada —dijo—, pero he tenido éxito en el pasado, y cuando mi padre sufría algún dolor, yo se lo podía quitar siempre.

Habló espontáneamente de su padre.

De inmediato se preguntó, dado que nunca lo había mencionado antes, si el conde habría advertido que no había dicho «mi jefe».

Sin embargo, el conde parecía sólo preocupado de sí mismo.

—¿Qué quiere usted que haga yo? —preguntó el conde—. Me vestí esta mañana con la mayor de las dificultades, y no me gustaría tener que repetir la hazaña.

Zenobia sonrió.

—No necesita hacerlo —dijo—. Sólo deje su pierna donde está, apóyese en el respaldo de su silla y cierre los ojos.

—¿Por qué?

—Porque quiero que se concentre en ver un rayo de luz que llega a su pierna. Yo haré lo mismo; mas el proceso curativo tiene éxito siempre y cuando el paciente coopere.

—¿Qué clase de luz? —preguntó el conde con irritación—.



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