Kusamakura by Natsume Sōseki

Kusamakura by Natsume Sōseki

autor:Natsume Sōseki [Natsume, Sōseki]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1905-12-31T16:00:00+00:00


8

Me habían invitado a tomar té con el dueño del balneario, el señor Shioda. Los otros invitados eran el monje Daitetsu, abad del templo de Kankaiji, y un chico joven, de unos veinticuatro o veinticinco años. Para ir desde mi habitación a la del viejo Shioda, tuve que recorrer el pasillo a la derecha de mi cuarto y girar luego a la izquierda hasta llegar a sus aposentos al fondo de la vivienda. La sala en que me recibió tendría cuatro metros por tres de ancho, pero parecía más pequeña a causa de una mesa grande de madera de sándalo rosado colocada en el centro. Mirando el sitio en que me había indicado que tomara asiento, veo que, en lugar de los habituales cojines alrededor de la mesa, había extendida una alfombra de gran calidad. Por supuesto, hecha en China. En el centro hexagonal, un paisaje exótico de morada campestre entre sauces. Los flecos, azul metálico, y en las cuatro esquinas, motivos circulares color de té. Dudo de que semejante alfombra decorase una sala de estar china. Es interesante que aquí la hayan colocado para sustituir a los habituales cojines. Si una zaraza india y un tapiz persa colgados en la pared destacan precisamente porque desentonan, esta alfombra llamaba la atención más bien por su sencillez. Tal ausencia de meticulosidad es típica no solo del alfombrado, sino de cualquier decoración china. Se diría que es producto de un pueblo muy paciente, pero poco imaginativo. El valor de estos objetos reside en su capacidad de encantar y distraer a quien los disfruta. Japón produce sus obras de arte con cuidadoso miniaturismo. En Occidente conjugan la grandiosidad con el detalle, no sin connotaciones mundanales.

Me venían estos pensamientos a la cabeza mientras me acomodaba. El joven se sentó a mi lado, ocupando la otra mitad de la estera. El abad estaba sentado sobre una piel de tigre, cuya cola se alargaba hasta mis rodillas y cuya cabeza servía de escabel a nuestro anfitrión. Shioda era completamente calvo, pero con una poblada barba blanca. Parecía como si le hubiesen trasplantado pelo del cráneo a la cara. Puso las tazas de té sobre los platillos, colocándolos con esmero sobre la mesita baja. Dirigiéndose al abad, le dijo:

—Hacía mucho tiempo que no teníamos un huésped y pensé que sería agradable reunimos todos a tomar el té.

—Agradezco su invitación —respondió el abad—. Llevamos tanto tiempo sin vemos que ya estaba pensando en asomarme por aquí algún día.

El monje frisaría los sesenta años. Sus facciones redondeadas evocaban el rostro amable de un Buda dibujado sobre pergamino. Parecía amigo cercano de Shioda desde hace tiempo.

—Supongo que este es el huésped del que hablaba —prosiguió.

El señor Shioda asintió con la cabeza y escanció con la pequeña tetera bermeja el líquido ámbar de matices verdes, evitando llenar hasta el borde las tazas. Podía sentir aquel aroma tan delicado inundando suavemente mi olfato.

—Quizás se sienta usted solo en este rincón de pueblo —comentó el abad dirigiéndose a mí.

Para eludir la respuesta, emití un sonido vago.



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