Juegos de manos by Juan Goytisolo

Juegos de manos by Juan Goytisolo

autor:Juan Goytisolo [Goytisolo, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1954-01-01T00:00:00+00:00


IV

Alas de arcángeles vibrando como arpas, días livianos como plumas, como copos de nieve: hacía muchos años que David vio por primera vez una pistola y nunca como ahora le había traspasado el frío contacto del metal; la culata parecía aguardar el apretón de la mano, y el dedo, el contacto suave del gatillo. Talismán sagrado, objeto tabú, sería preciso cubrirla con encajes, restañar la pérdida del precioso líquido. Cuando Agustín se la había dado, le explicó en cuatro palabras el funcionamiento del mecanismo: «Bastará que la cojas así, apuntes por aquí, el seguro es esto». Palabras, fórmulas escuetas al alcance de cualquier aprendiz. Pero ¿y lo otro? Oh, sí, Dios mío. ¿Y lo otro?

«Es como apuñar el agua con las manos y echar las redes al mar. Todo fluye, se escapa, permanecemos siempre extraños». El espejo le devolvió una imagen blanca, desangrada, de labios tirantes como viejas cicatrices. La pistola era negra entre sus manos; el índice se crisparía sobre el metal, la bala se hundiría blandamente. Él, David, el asesino. David niño, David bueno, David amigo, David, condenado David con alma de cobarde. Apagó la luz y volvió a encenderla, sin pistola ya. Debía familiarizarse con la muerte, necesitaba conocer al viejo, saber de qué color eran sus ojos, amarle antes del crimen. «Porque todos matamos lo que amamos, oíd, oídlo todos; unos con una mirada cruel, otros con buenas palabras; el cobarde lo hace con un beso, el valiente con una espada». Ah, cuánto debía haber sufrido quien escribió aquello; había alcanzado la zona última; allí donde los interrogantes se transforman en nudos corredizos y se aferran vorazmente a la garganta.

Las jubilosas notas de una canción criolla ascendían del piso bajo. Acodado en la ventana, David creía ver canallescas mujeres, arrastradas por el revuelo campanudo de sus faldas, trazando remolinos de colores, cuerpos que hurtaban sus formas en el aire, ademanes como relámpagos, centelleos. Se pasó la mano por la frente: un pequeño muchacho que transpira. Y la pistola negra, allí, aguardando dar paso a miríadas de seres que acechaban el banquete de la muerte y reventaban en su propia podredumbre. Sobre la mesa tenía una Biblia abierta: «Jehová, Señor, Dios de los fuertes»; le condenaban, allí también, le condenaban. Llegó a sus oídos la atildada voz de un locutor. No era un gramófono ni siquiera una pianola automática. Doña Raquel tenía la radio enchufada y tacones ágiles percutían sobre la tapa de un piano viejo. «Señor, Señor de los débiles», pensó. Telarañas de nata sobre los ojos: lloraba. El viento sacudía la ropa tendida del vecino tejado y silbaba en sus oídos como la concha de un caracol de mar. David ajustó las hojas de la ventana: la música le hacía daño. Deseó ver a «Tánger» disfrazado de mago, haciéndole cualquier jugada de las suyas: sacándole naipes de las orejas, produciendo sombras chinescas con las manos. Ahora estaba lejos. Le habían dejado solo frente al objeto negro que aguardaba el hueco de su mano, la decisión súbita del dedo.



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