Entre los pastos by Víctor Pérez Petit

Entre los pastos by Víctor Pérez Petit

autor:Víctor Pérez Petit [Víctor Pérez Petit]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: F
editor: SAGA Egmont
publicado: 2021-09-13T00:00:00+00:00


II

Salió de la cárcel, entumecido, como “boleado”, caminando torpe, lo mismo que le acontecía cuando se apeaba del caballo después de un día entero de marcha conduciendo tropa de vacunos. El sol y el aire castigaron vigorosamente su rostro terroso y flaco. El ruído de sus pasos sobre las losas de la vereda, le sonaba en el oído con un redoble seco, extraño, casi desconocido. Al llegar a la esquina de la calle, se detuvo, se volvió para contemplar el pétreo y almenado edificio de la Penitenciaría, donde transcurrieran cinco años de su vida. El imponente aspecto de la fortaleza, la nota riente de los jardines que lo circundan y el marco soberbio de luz y libertad que le forman allá, atrás, el mar y el cielo, no le conmovieron: en su espíritu no había entonces más que una impresión: allí, tras de aquellos muros blancos, que reían al sol con todos los dientes de sus pretiles, había sufrido durante cinco años eternos. Una llama de odio encendió su retina; en sus labios crugió sordamente un “¡maldito sea!”. Después, como si aquello le hubiera desahogado, respiró fuertemente, miró alrededor, colocó bajo el brazo izquierdo el mísero paquete de sus “pilchas”, y emprendió otra vez la marcha.

¿Dónde iba? Volvía a sus “pagos”. Era su único deseo, de tiempo atrás, desde que empezó a considerar el suceso enorme de su liberación. No sabía por dónde iba; no conocía el rumbo; durante dos días aún, perdido en la gran ciudad, a la espera del tren que debía salir para Nico-Pérez, andaría a tropezones, como vacío; — pero volvía a sus “pagos”. Nada le interesó de cuanto desfilaba bajo sus ojos: todo le era extraño y enemigo al par: los enormes edificios, las larguísimas calles, el tráfico arrollador y turbulento, el murmullo de colmena jigante de Montevideo. A cualquier otro paisano, venido por primera vez a la Capital, semejante espectáculo podía resultar maravilloso y alucinante. A él no: tenía demasiada amargura en el alma. No obstante el goce íntimo que experimentaba por el hecho de haber recobrado su libertad, no podía deshacerse de aquella montaña de dolor que le habían echado sobre los hombros los cinco años de reclusión. La misma grandiosa Capital, con sus calles tiradas a cordel, con sus altos edificios, antojábasele una nueva Penitenciaría. Necesitaba ver campo, mucho campo; volver, en suma, a sus “pagos”.

Sentado, al fin, en un coche de 2.a , ya en viaje para su terruño, experimentó la primer alegría. — “Ahora sí, — parecía decirse a sí mismo, — ahora estoy libre; ahora vuelvo allá”. — Y mirando por el cristal de la ventanilla los campos que huían hacia atrás, al paso del convoy, su pecho se dilataba, sus ojos empezaban a sonreír. Cien mil recuerdos, de otros tiempos más felices, empezaron a revivir con el paisaje que contemplaba arrobado. “Lindos y gordos”, — exclamó una vez, contemplando unos novillos que pacían solemnemente sobre el suave declive de una cuchilla. Su mirada experta, iba descubriendo los “bichos” amigos: aquí un hornero, allá una ratonera, acullá una calandria.



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