En el nombre del poder by Juanjo Braulio

En el nombre del poder by Juanjo Braulio

autor:Juanjo Braulio [Braulio, Juanjo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2023-01-01T00:00:00+00:00


35

El puercoespín

Rapallo, República de Génova,

5 de septiembre de 1494

—¡A los botes, canallas! —gritaba Giulio Orsini—. ¡Cobardes! ¡A los botes! ¡Cuánto antes subáis, antes llegaréis a tierra! ¡A los botes o haré que os cosan a ballestazos a todos!

Sobre el puente de la Santa Patricia, la galera capitana, Giulio Orsini, uno de los dos comandantes de la expedición, se desgañitaba mientras una docena de ballesteros, que a duras penas podían mantenerse en pie, apuntaban a sus propias tropas. Aquellos hombres, feroces guerreros sobre el suelo, lloraban como niños de pecho mientras eran zarandeados sobre la cubierta y se aferraban a los mástiles de sus lanzas esperando que estas pudieran salvarles de morir ahogados. Eran rudos mercenarios, y no pocos, delincuentes reclutados entre la hez de Campania y Calabria, gente de tierra adentro que tenía más miedo a las fauces de espuma del agua revuelta que a los agudos virotes que amenazaban sus vidas. Por eso, se negaban a moverse de sus precarios refugios sobre las tablas de la nave.

Aquel mar como de plomo líquido, gris y frío se movía igual que si lo agitara el mismo diablo desde las profundidades. La galera subía y bajaba movida por olas de varias cañas de altura de tal manera que, desde su posición sobre la carroza de popa, Giuliano Orsini perdía de vista a veces a la cercana Parténope, la segunda capitana en la que viajaba el conde de Novi, Fregosino Fregosi, el otro comandante de las fuerzas napolitanas. Y eso que a ambas embarcaciones las separaba apenas un tiro de piedra.

Se había ordenado arriar las velas de dos de los tres mástiles y recoger los remos, salvo los dos pares más próximos al timón, atendidos por los remeros de buena boya —que estaban ahí por la paga, no forzados—, más experimentados, conscientes de que se estaban jugando su vida y la del resto de la tripulación y el pasaje. Los capitanes en persona aferraban las cañas de los timones y ladraban órdenes a los cómitres para que los galeotes remaran con más brío a babor o a estribor cada vez que un golpe de mar hacia culear los barcos y les hacía perder, aunque fuera unos pocos grados, su posición perpendicular respecto a las olas. Giuliano Orsini —pese a que no era marino— había navegado lo suficiente como para temer a aquel mistral escupido de las bocas del infierno, un vendaval que obligaba a toda la flota a mantener las proas de cara al oleaje y que no iba a perdonar errores con el trapo del palo de mesana o una remada a destiempo, porque cualquiera de las dos cosas podía provocar que una embarcación se pusiera de través respecto al viento y volcara. Había que desembarcar rápido para salir de aquella ratonera y que las galeras se refugiaran al otro extremo de la bahía, protegidas por las colinas de la punta de tierra que se adentraba en el mar de Liguria.

—¡Putanna Madonna! —bramó—. ¡A los botes, hijos de mil padres! ¡A los



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