El hereje by Miguel Delibes
autor:Miguel Delibes [Delibes, Miguel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1998-01-01T05:00:00+00:00
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Teo se quitó unas libras de encima con el luto, un luto distinguido y respetuoso que le indujo a ponerse sobre el escote un collar de perlas negras que contrastaba con la palidez de su tez. También Cipriano Salcedo se resumió en sí mismo ataviado con un coleto sin mangas, negro, a la moda, y un cuello tan alto que le cubría medio pescuezo, por encima del cual asomaba el borde rizado del cabezón de la camisa. Pero el luto no enderezó las relaciones de la pareja. Teo volvió a sus apremios maternales mientras Cipriano le insistía que le diera un plazo y asumiera un poco de sensatez. En su afán por facilitarle argumentos, Cipriano le recordó que su padre contaba con ocho años más que su tío Ignacio y había que imaginar que entre los dos nacimientos los abuelos habrían mantenido el mismo tipo de relaciones íntimas que antes y después. Sin embargo, persuadido de que todo era inútil, visitó una tarde, por su cuenta, al doctor Galache. Hubiera preferido hacerlo al que ayudó a traerle al mundo, al doctor Almenara, pero éste había fallecido once años atrás. El doctor Galache le sometió a reconocimiento y le dijo que todo era correcto, que estaba íntegro y que, con vistas a enriquecer la calidad del esperma, ingiriese una infusión de verbena y madreselva después de las comidas. Salcedo admitió que él, físicamente, se encontraba fuerte y que por ese lado no parecía provenir la esterilidad. En ese momento, el doctor Galache le formuló la temida pregunta:
—¿Por qué no trae vuesa merced a su señora? En buena medida ellas son las causantes de la infecundidad matrimonial.
Salcedo le confió que ella no estaba preparada para el evento pero que no descartaba que, con el tiempo, se decidiera a hacerlo. Cipriano Salcedo no dijo nada a Teo de su consulta a Galache ni, naturalmente, puso en práctica el remedio aconsejado por él.
A la mañana siguiente marchó a Pedrosa. Era un día tranquilo, de nubes blancas y altas temperaturas. La liviandad de Cipriano, la velocidad del caballo y el dédalo de atajos y trochas que había llegado a conocer le permitían llegar a Pedrosa en poco más de dos horas. Iniciaba el viaje faldeando las colinas, doblaba en la senda de Geria y desde allí, en línea recta, entre los majuelos, atravesaba Villavieja y Villalar y accedía a Pedrosa por los trigales, sin desviarse. En algunas gayolas, a la puerta, se sentaba un hombre y un perro ratonero le ladraba al pasar el caballo. En ocasiones había también niños que le decían adiós con la mano.
Se alojó en la posada de la hija de Baruque y acudió sin demora a visitar a su rentero. Hacía días que había concebido una idea luminosa: desarraigar las cepas del pago de Villavendimio y plantar en su lugar una pinada. Era cierto que en la ribera derecha del Duero nadie había osado nunca poner pinos pero la naturaleza del suelo, floja y arenosa, lo pedía a gritos aquí. Martín Martín, por añadidura, era un experto en esta clase de árboles.
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