El grito de las nubes by Sydney J. Van Scyoc

El grito de las nubes by Sydney J. Van Scyoc

autor:Sydney J. Van Scyoc
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia ficción
publicado: 1977-08-09T22:00:00+00:00


Capítulo 11

Tras recobrar el equilibrio al pie de la meseta, Sadler avanzó trastabillante por la jungla psicótica de verdor espástico y lianas epilépticas. Buscaba a Verrons. No había llegado muy lejos cuando el aturdimiento y el hambre lo acuciaron, la frente perlada por un sudor frío. Tanteó con la mano extendida y se desplomó al pie de un árbol cubierto de musgo para descansar. Puso la muñeca herida bajo la axila y apoyó la cabeza floja en las rodillas.

Inesperadamente apareció Verrons junto a él, los ojos rojizos en la cara enjuta y embarrada.

—¿Estás herido?

Sadler levantó la cabeza. Su mirada vacilante se aferraba con desesperación de la tranquilizadora solidez de Verrons.

—Mi muñeca... ¿Está usted bien?

—Unas cuantas magulladuras, nada serio —dijo Verrons, que se arrodillaba para examinar la muñeca herida de Sadler—. Parece un esguince. Tal vez convenga vendarlo por unos días. ¿Podrás caminar?

—No sé. Yo... —Sadler se relamía los labios resecos mientras se levantaba con gran dificultad. El esfuerzo desencadenó nuevos espasmos de verdor. Trataba de fijar la visión tocándose las sienes. Pero el aturdimiento no provenía sólo del cansancio y el hambre—. La muchacha...

Verrons entornó los ojos.

—Está allá arriba, en la enramada. Haciendo la Autoridad sabrá qué.

Pero Sadler sabía qué estaba haciendo. Los primeros fogonazos le habían rozado la mente el día anterior, cuando dormitaba contra el muro del patio que da a las montañas, y de pronto se encontró que estaba escrutando la distancia con una tenaz posesividad, cuando despertó con un sobresalto. La joven estaba en el borde de la plaza, el cuerpo arqueado en un ferviente gesto de propiedad sobre el paisaje selvático. Al levantarse, sorprendido, Sadler se encontró mirando el mismo paisaje pero desde una doble perspectiva, pues a la suya se le superponía astigmáticamente la de la joven, produciendo una confusión de trazos y colores que resquebrajaba todos los elementos. Y esa mañana había visto caer a la criatura voladora con dos pares de ojos, los propios y los de ella, y había experimentado no sólo su propia incredulidad sino también la de la joven, que pronto se transformó en furia y luego en agudo temor, cuando la mirada fulminante del ehminheerse volvió...

...hacia ella, no hacia él. De todos modos Sadler había movilizado los músculos en tanto su respiración se volvía entrecortada. Luego la joven huyó a través de la plaza, y esa breve comunicación se interrumpió. Ahora Sadler miraba de soslayo a Verrons. Si es que el comandante estaba siendo perturbado por esos mismos arrebatos fantasmagóricos de imágenes y emociones, aparentemente prefería no comentarlos.

Verrons se irguió, la frente arrugada por otras preocupaciones.

—Esta dieta que usted preparó, Sadler... ¿Verdad que no ha excluido algún elemento esencial? ¿O incluido algo que no podemos asimilar? ¿Algo que se va acumulando hasta que alcanza un nivel tóxico?

Sadler fijó la mirada en el suelo, pensativo.

—He elaborado esta dieta a partir de varios textos de nutrición humana, todos confiables, presumo.

—Lo cual obliga a su vez a cuestionar la confiabilidad de los datos sobre análisis de tejidos de la flora y fauna local que has utilizado —sugirió Verrons.



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