Diana o la cazadora solitaria by Carlos Fuentes

Diana o la cazadora solitaria by Carlos Fuentes

autor:Carlos Fuentes [Fuentes, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1993-12-31T16:00:00+00:00


XVII

Bien asentada mi prerrogativa de permanecer en casa y escribir todo el día, caí una mañana, de sorpresa, en la locación de la película. Diana no se enfadó por no haberle avisado, me recibió con grandes muestras de alegría, me mostró y presentó con todo el mundo y me invitó a tomar un café en su trailer. Era el mismo que usamos en los Estudios Churubusco en México. Ahora, dijo ella con ojos pícaros, no tenemos que usarlo como entonces. ¿Por qué no…?, le contesté.

Cuando salimos del trailer, la maquinista y la peinadora la esperaban impacientes. El director estaba inquieto. El día nublado iba a aclararse. Él miraba al cielo a través de un aparatito muy fino y misterioso guiñando un ojo, arrugando toda la cara, como si esperara instrucciones de lo alto para seguir rodando y ahorrarle dinero a una compañía que sin duda operaba a la vera de Dios con su bendición y mandato.

El paisaje de las montañas de Santiago se desmorona y reconstruye según los caprichos dé la luz. Caminé por la llanura hacia las montañas que acumulaban toda la sombra del día, meciéndose como árboles bajo el engaño del firmamento, unos chicos jugaban futbol en una cancha improvisada; el espectáculo era cómico, porque las cabras no respetaban la zona demarcada para el juego y lo invadían a cada rato; entonces los muchachos dejaban de ser Pelés campiranos y revertían a su condición de cuidadores de rebaños. Un tropel de borregos pachones, la lana enroscada como una sucia peluca de magistrado inglés, bajó precipitadamente hasta la cancha y el muchacho que los cuidaba fue recibido a silbidos e insultos por los jugadores. Uno de ellos se le fue encima, le arrebató la vara de pastor y comenzó a pegarle con ella. Corrí a detenerlo, los separé, traté de abusivo al agresor, que era más alto que el agredido, y de montoneros a los equipos que se disponían, también, a vengarse de los borregos que desdibujaban los límites, trazados con gis, del campo deportivo.

—Ya déjenlo, montoneros. No es su culpa.

—Sí es su culpa —dijo el grandulón—. Es un creído. ¿Qué se anda creyendo? Nomás porque fue Benito Juárez.

Esta alusión me pareció tan insólita que me dio risa primero y curiosidad enseguida. Miré con atención al muchacho agredido. No tendría más de trece años, su aspecto era muy indígena, sus mejillas eran como dos jarritos de barro cuarteado, los ojos tenían una tristeza heredada, pasada de siglo en siglo. Vestía camisa, overoles, sombrero de petate, huaraches y hasta cuidaba un rebaño. Era de verdad una repetición de Benito Juárez, que hasta los doce años no habló el español, fue pastor analfabeto y luego, ustedes ya lo saben, presidente, vencedor de Maximiliano y los franceses, Benemérito de las Américas y especialista en frases célebres. Su imagen impasiva está en mil plazas de cien ciudades mexicanas. Juárez nació para ser estatua. Este niño era el original.

Le ofrecí una coca y nos fuimos caminando hacia la locación.

—¿Por qué te atacan?

—Les dio mucha muina que yo fuera Juárez.



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