Cuentos de Navidad by Charles Dickens

Cuentos de Navidad by Charles Dickens

autor:Charles Dickens
La lengua: spa
Format: azw3, epub
Tags: Ficción
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2016-06-09T19:44:14.618000+00:00


CANTO TERCERO

El reloj holandés del rincón dio las diez cuando el Carretero se sentó junto al hogar, tan desazonado y apesadumbrado que pareció asustar al Cuco, que, tras acortar cuanto pudo sus diez melodiosos anuncios, se retiró de nuevo al interior de su Palacio Morisco y cerró a su paso la pequeña puerta, como si aquel inusitado espectáculo fuese excesivo para su sensibilidad.

Si el pequeño Segador hubiese estado armado con la más afilada de las guadañas y la hubiese clavado con cada nota en el corazón del Carretero, no habría conseguido tajarlo y herirlo como lo había hecho Motita.

Era un corazón tan rebosante de amor por ella, tan ligado y unido al suyo por innumerables hilos de recuerdos cautivadores, entretejidos por sus demostraciones diarias de cariño; era un corazón en el que ella se había consagrado de forma tan tierna y estrecha; un corazón tan sencillo y firme en su verdad —tan fuerte en el bien, tan débil en el mal—, que en un primer momento no pudo abrigar ni cólera ni deseos de venganza, y en él solo hubo cabida para la imagen quebrada de su ídolo.

Sin embargo, lentamente, muy lentamente, mientras languidecía frente al hogar, ya frío y apagado, otros pensamientos, más feroces, empezaron a alzarse en el seno del Carretero, del mismo modo en que un viento iracundo se alza en la noche. El Desconocido se encontraba bajo su ultrajado techo. Tres pasos lo hubiesen llevado a la puerta de su cuarto. Un golpe, y la habría derribado. «Podría cometer un homicidio antes de pararse a pensar», le había dicho Tackleton. ¡Cómo podría ser un homicidio si concedía tiempo al villano para luchar con él cuerpo a cuerpo! Él era el más joven.

Pero se trataba de un pensamiento intempestivo, pernicioso para su lúgubre estado anímico. Era un pensamiento furioso, que lo incitaba a la venganza y que transformaría aquella alegre casa en un lugar maldito junto al que los viajeros solitarios temerían pasar, y donde el aprensivo vería por las ventanas en ruinas sombras forcejeando cuando la luna no brillase y oirían ruidos aterradores cuando hubiese tormenta.

¡Era el más joven! Sí, sí, un enamorado que se había ganado el corazón que él nunca había sabido conmover. Un enamorado de antaño, en quien ella pensaba y con quien soñaba, por quien suspiraba y suspiraba, cuando él la creía tan feliz a su lado… ¡Oh, qué agonía pensar en ello!

Ella había subido con el Bebé para acostarlo. Él seguía sentado meditabundo junto al hogar cuando ella se acercó con sigilo —en el punto álgido de su agonía él dejó de percibir sonido alguno— y colocó el pequeño taburete a sus pies. Él solo reparó en ella cuando notó su mano sobre la suya y la vio mirándolo a los ojos.

¿Con asombro? No. Esa fue su primera impresión, y volvió a mirarla de buena gana para corroborarla. No, no con asombro. Con una mirada ansiosa e inquisitiva, pero no con extrañeza. Al principio aquella mirada parecía alarmada y seria, pero



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