Cuentos by Pedro Antonio de Alarcón

Cuentos by Pedro Antonio de Alarcón

autor:Pedro Antonio de Alarcón [Alarcón, Pedro Antonio de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Terror, Aventuras, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1882-01-01T00:00:00+00:00


III

Levantóse García de Paredes, como impulsado por un resorte, al oír semejante clamor dentro de su casa, y apoyóse en la mesa para no caer de nuevo sobre la silla. Tendió en torno suyo una mirada de inexplicable regocijo, dejó ver en sus labios la inmortal sonrisa del triunfador, y así, transfigurado y hermoso, con el doble temblor de la muerte y del entusiasmo, pronunció las siguientes palabras, entrecortadas y solemnes como las campanadas del toque de agonía:

—¡Franceses!… Si cualquiera de vosotros, o todos juntos, hallarais ocasión propicia de vengar la muerte de doscientos ochenta y cinco compatriotas y de salvar la vida a otros doscientos más; si sacrificando vuestra existencia pudieseis desenojar la indignada sombra de vuestros antepasados, castigar a los verdugos de doscientos ochenta y cinco héroes, y librar de la muerte a doscientos compañeros, a doscientos hermanos, aumentando así las huestes del ejército patrio con doscientos campeones de la independencia nacional, ¿repararíais ni un momento en vuestra miserable vida? ¿Dudaríais ni un punto en abrazaros, como Sansón, a la columna del templo, y morir, a precio de matar a los enemigos de Dios?

—¿Qué dice? —se preguntaron los franceses.

—Señor…, ¡los asesinos están en la antesala! —exclamó Celedonio.

—¡Que entren!… —gritó García de Paredes—. Ábreles la puerta de la sala… ¡Que vengan todos… a ver cómo muere el descendiente de un soldado de Pavía!

Los franceses, aterrados, estúpidos, clavados en sus sillas por insoportable letargo, creyendo que la muerte de que hablaba el español iba a entrar en aquel aposento en pos de los amotinados, hacían penosos esfuerzos por levantar los sables, que yacían sobre la mesa; pero ni siquiera conseguían que sus flojos dedos asiesen las empuñaduras; parecía que los hierros estaban adheridos a la tabla por insuperable fuerza de atracción.

En esto inundaron la estancia más de cincuenta hombres y mujeres, armados con palos, puñales y pistolas, dando tremendos alaridos y lanzando fuego por los ojos.

—¡Mueran todos! —exclamaron algunas mujeres, lanzándose las primeras.

—¡Deteneos! —gritó García de Paredes, con tal voz, con tal actitud, con tal fisonomía que, unido este grito a la inmovilidad y silencio de los veinte franceses, impuso frío terror a la muchedumbre, la cual no se esperaba aquel tranquilo y lúgubre recibimiento.

—No tenéis por qué blandir los puñales… —continuó el boticario con voz desfallecida—. He hecho más que todos vosotros por la independencia de la Patria… ¡Me he fingido afrancesado!… Y ¡ya veis!…, los veinte jefes y oficiales invasores…, ¡los veinte!, no los toquéis…, ¡están envenenados!…

Un grito simultáneo de terror y admiración salió del pecho de los españoles. Dieron éstos un paso más hacia los convidados, y hallaron que la mayor parte estaban ya muertos, con la cabeza caída hacia adelante, los brazos extendidos sobre la mesa, y la mano crispada en la empuñadura de los sables. Los demás agonizaban silenciosamente.

—¡Viva García de Paredes! —exclamaron entonces los españoles, rodeando al héroe moribundo.

—Celedonio… —murmuró el farmacéutico—. El opio se ha concluido… Manda por opio a La Coruña…

Y cayó de rodillas.

Sólo entonces comprendieron los vecinos del Padrón que el boticario estaba también envenenado.



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