Campo by Javier de Viana

Campo by Javier de Viana

autor:Javier de Viana [Javier de Viana]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: F
editor: SAGA Egmont
publicado: 2021-08-30T00:00:00+00:00


LA VENCEDURA

LA VENCEDURA

I

Continuas y copiosas habían sido las lluvias durante aquel invierno. Poco habían podido hacer los estancieros para reorganizar sus propiedades asoladas por la guerra. Los que llevaron ganados y' tropillas al Brasil, regresaron con ellos flacos y enfermos. Los que tomaron parte en la lucha tenían sus campos despoblados: apenas una majadita para el consumo diario, unos cuantos jamelgos escuálidos y derrengados, y la esperanza en la primavera próxima para ver el engorde de los escasos vacunos comprados a peso de oro, a pesar de su flacura. De las huertas no quedaban más que une que otro horcón del valladar de palo-a- pique, y el terreno desigual, rugoso, cuya fecundidad aprovechaban el cepa-caballo y la cicuta, la manzanilla cimarrona y el yuyo colorado. Vacíos estaban los galpones, tapizados de polvo yꞌ ornados con grandes cenefas de telarañas. Las lluvias y los vientos habían trabajado de firme en los techos de paja y en los muros de adobe de los ranchos que, respetados por el salvajismo partidario, no fueron reducidos a escombros por el fuego. En el redondel de las “mangueras” había crecido yerba, y el extenso playo que existió frente a la tranquera, cubierto de gramillas, se confundía con el terreno verde, no dejando más que una mancha blanca, a un lado, donde, en los ya distantes tiempos de labor, encendíanse los fogones para calentar los hierros de las marcas. Ya no pacía cerca de las casas el ganado tambero, ni hozaban los porcinos, rodeados de patos y gallinas; y hasta la trillada senda que conducía a la enramada, se había casi borrado, invadida por el pasto.

Dura había sido la prueba, y duro debía de ser el trabajo para recuperar lo perdido. El país era un enfermo que entraba en convalecencia tras los sacudimientos de dos años de convulsiones histéricas que agotaron sus fuerzas.

Firmada la paz, restablecido el orden, se apagó en las cuchillas el rebramar de las contiendas, quedó el campo en silencio, y los jefes-pastores, deponiendo las armas, volvieron a sus hogares, como vuelven al cauce las aguas del río desbordado después de devastar llanuras.

Cuando don Marcial Rodríguez llegó a su Estancia del Sauce, no encontró más que cuatro montones de escombros, dos higueras y un ombú. Todo había sido arrasado, devorado por el fuego: las habitaciones de la familia, cuyos muros de piedra yacían en forma de montículo, cubierto de cenizas y carbones; los grandes ranchos de paloa-pique donde dormía la peonada; el secular galpón de postes de coronilla clavados por el abuelo, y hasta la antiquísima cocina que ostentaba con orgullo espeso revoque de hollín. Culebras y lagartos habían tomado posesión de todo y se señoreaban en los escombros sin recelos ni peligros. En el campo, entre pastizales inmensos, corrían libres, enarcado el cuello y sueltas al viento las pobladas crines, numerosas manadas de yeguas cerriles; y de entre los bosques de chilca, solían verse las largas cornamentas de un grupo de toros montaraces que, aprovechando el silencio, se habían atrevido a abandonar las lobregueces de los potriles.



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