Armadale by Wilkie Collins

Armadale by Wilkie Collins

autor:Wilkie Collins [Collins, Wilkie]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1865-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO IV

ALLAN, ACORRALADO

Dieron las dos y Pedgift llegó puntual como siempre. Su vivacidad de la mañana se había extinguido por completo, saludó a Allan con su acostumbrada cortesía, pero sin su acostumbrada sonrisa; y cuando el jefe de comedor se acercó para recibir su encargo, le despidió en unos términos que nunca habían brotado de sus labios en aquel hotel:

—De momento, nada.

—Parece estar desanimado —dijo Allan—. ¿No ha podido obtener información? ¿Nadie ha podido decirle nada sobre la casa de Pimlico?

—Tres personas diferentes me han hablado de ella, Mister Armadale, y las tres me han dicho lo mismo.

Allan acercó ansiosamente su silla al lugar ocupado por su compañero de viaje. Sus reflexiones en el tiempo transcurrido desde que se habían separado no habían logrado tranquilizarle. La extraña conexión, tan fácil de sentir y tan difícil de identificar, entre la dificultad de conocer las circunstancias familiares de Miss Gwilt y la dificultad de localizar a la persona que había dado informes de ella, conexión ya establecida en su pensamiento, se afirmaba ahora más y más en su mente. Le turbaban unas dudas que no podía comprender ni expresar. Ansiaba y temía al mismo tiempo satisfacer la curiosidad que se había apoderado de él.

—Lamento tener que molestarle con un par de preguntas, señor, antes de entrar en materia —dijo el joven Pedgift—. No pretendo forzar sus confidencias; solo quiero ver por dónde voy, en lo que me parece un asunto muy extraño. ¿Le importa decirme si, además de usted, hay otras personas interesadas en nuestra investigación?

—Hay otras personas interesadas —le respondió Allan—. No tengo inconveniente en decírselo.

—¿Hay alguna otra persona que sea objeto de la investigación, además de la propia Mistress Mandeville? —prosiguió Pedgift, ahondando un poco más en el secreto.

—Sí, hay otra persona —dijo Allan, respondiendo con cierta renuencia.

—¿Se trata de una joven, Mister Armadale?

Allan se sobresaltó.

—¿Cómo lo ha adivinado? —empezó a decir, y se interrumpió cuando era demasiado tarde—. No me haga más preguntas —dijo—. Soy muy torpe para defenderme contra un hombre tan astuto como usted, y di mi palabra de honor de guardar en secreto estos particulares.

Pero por lo visto, el joven Pedgift había oído ya lo suficiente. Ahora fue él quien acercó su silla a la de Allan. Evidentemente, estaba ansioso y confuso, pero sus modales profesionales empezaron a manifestarse de nuevo por la pura fuerza de la costumbre.

—He terminado con mis preguntas, señor —dijo—, ahora soy yo quien tiene algo que decirle. En ausencia de mi padre, espero que tenga la bondad de considerarme como su asesor jurídico. Si quiere seguir mi consejo, no dará un paso más en esta investigación.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Allan.

—Cabe en lo posible, Mister Armadale, que el cochero, a pesar de su insistencia, esté equivocado. Le recomiendo encarecidamente que dé por seguro que está equivocado… y deje correr este asunto.

Esta recomendación había sido hecha con las mejores intenciones, pero llegaba demasiado tarde.

Allan hizo lo mismo que habrían hecho noventa y nueve hombres entre cien, de haberse hallado en su posición: se negó a seguir el consejo de su abogado.



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