¿Nos acostamos? by Andrea Hoyos

¿Nos acostamos? by Andrea Hoyos

autor:Andrea Hoyos
La lengua: spa
Format: epub
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2020-01-29T00:00:00+00:00


Como en esos documentales de peleas animales, como en una berrea, de pie el uno contra el otro, besándose, luchando. Pablo y Elena eran dos machos, y yo, mirando, era la hembra.

Me eché a llorar.

Lágrimas gordas y redondas, como aquellas con las que un día me engañó Borja, como las que se le caían a mi hermano de pequeño cuando perdía su equipo un domingo sí y otro también. Lágrimas de niña eterna en un complicado tablero de mayores. Lágrimas sin salida, sin vuelta atrás, sin esperanza, sin autoestima.

Menos mal que eran silenciosas.

Pensé.

Pensé a toda prisa mientras me salpicaban sus cuerpos.

Sudor, saliva, deseo.

Los cuerpos de Pablo y Elena peleándose, queriéndose, retándose, buscándose, matándose.

Pensé en mis opciones.

Irme y no volver a levantar cabeza.

Quedarme, fingir distancia, intentar sentir cinismo verdadero, hacer como si nada.

Jugar.

Jugar con ellos.

Jugar a ser adulta, a que sólo fuera sexo y no algo mucho mayor, tan grande como el deseo.

Lo pensé.

Lo pensé.

Lo pensé.

Lo decidí: juguemos.

No se lo podía decir: mi voz es delgada y débil, no quería pincharles su burbuja, quería estar dentro con ellos.

Tenía, por tanto, que avisarles haciendo.

Me quité a toda prisa los pantalones y las bragas, me quedé sin camiseta, sin sujetador, sin nada.

Corrí hasta la cama mientras ellos aún se besaban, se comían la lengua, se apartaban, se miraban, se volvían a besar.

Me tumbé intentando meter algo de tripa, intentando erguir mis tetas, fijar la mirada en la nada para que no me temblara.

Me dije: «Un, dos, tres, ya: ahora me olvido de quién soy y juego a ser quien querría haber sido hoy».

Me vieron.

Al mismo tiempo.

Tan compenetrados estaban que miraron juntos, me desearon juntos, se giraron juntos.

Se cogieron las manos.

Se las apretaron.

Se cogieron entonces de la cintura.

Y Elena agarró la polla de Pablo.

Y Pablo agarró su cuello, la rodeó y le metió un dedo en la boca.

Y, así, entrelazados y excitados, caminaron los dos pasos que les separaban de mí, de su plato nuevo, de su carne fresca, de su postre esperado.

Me sentí como una gacela, sola y vulnerable en medio de la selva.

Con los ojos dulces y muy abiertos, esperando que esos dos jaguares tan poderosos también fueran buenos.

Elena se tumbó a mi lado y me tocó la vagina, muy suave, muy ligero.

Me susurró en el oído un «gra-cias» muy ronco y muy sincero.

Me mordió el lóbulo despacio, deslizando los dientes por la piel, alargando mi oreja, mi sensibilidad, mi deseo.

Sus dedos ya estaban dentro de mi coño.

Elena sabía ya todo de mí: había sumado mi humedad y mi calor, el calor que era yo, el deseo que era ella.

Pablo estaba de pie todavía, sujetándose la polla, y era verdad que la tenía grande, y era verdad que la tenía larga.

La polla de Pablo era la más bonita, la más entera, la más plena que yo había visto nunca (y he visto bastantes).

Pablo nos miraba.

Miraba a Elena mirarme.

Miraba a Elena tocarme.

Me miraba a mí que, sin querer verme, le veía a él y a mí en sus ojos: la gacela dulce, la víctima nueva, la discípula lista…

(«Cecilia Volanges sin ser virgen, ni joven.



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