Tengo un monstruo en el bolsillo by Graciela Montes

Tengo un monstruo en el bolsillo by Graciela Montes

autor:Graciela Montes [Montes, Graciela]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9789500765763
editor: Penguin Random House Grupo Editorial Argentina
publicado: 2021-07-07T00:00:00+00:00


Después fuimos a comer chizitos y esas cosas. Además, la mamá de Yanina había hecho unas salchichas con cara que me gustaron mucho, y me estuve fijando cómo las había hecho porque no me parecía tan difícil.

Después quisieron jugar a la botella.

En mi grado, cuando jugamos a la botella, es para averiguar quién gusta de quién, eso lo sabe cualquiera. Cuando jugamos a la botella yo me pongo muy nerviosa. Me dan cosquillas en las manos y el corazón me late demasiado rápido. A veces me gusta y otras veces me parece que no es un juego lindo. Cuando el pico les toca a los varones, casi nunca me eligen (salvo Federico, que siempre me da un beso a mí, como conmigo tiene confianza...) Y cuando el pico me toca a mí me pongo tan colorada que todos se matan de risa... Y yo nunca me animo a darle un beso a nadie. Cuando estoy a punto de ponerme a llorar, alguien dice: “Bueno, tiren de nuevo; a Inés le da vergüenza...”.

Pero esta vez no fue como otras veces porque en la ronda estaba Martín... Lo malo es que también estaba Verónica.

—Le tocó a Martín —dijo Andrés.

Y yo bajé los ojos para no ver cómo Martín se levantaba y le daba un beso en el aire pero cerca del cachete a Verónica, que se rió bajito y se acomodó la puntilla de los zoquetes.

—¡Ahora juguemos al cuarto oscuro! —gritó Sebastián.

—¡Eso! ¡Eso! ¡Al cuarto oscuro!

Jugar al cuarto oscuro sí que me gusta porque es un juego emocionante y, además, yo sé esconderme: hay que hacerse chiquita y quedarse callada, y eso para mí es lo más fácil del mundo.

En cuanto Andrés apagó la luz me metí en un rincón, entre la cama de Yanina y la pared, y me hice chiquita, chiquita, enroscada.

Sentí que algo tibio me rozaba la mano pero no me moví.

Cuando se hizo silencio abrí los ojos y vi que estábamos adentro de la oscuridad más oscura. Me puse tan nerviosa que me dio risa.

Primero se oyó un chillido de ratón, un chillido apenas, y después unos gritos:

—¡Ay! ¡Ay! ¡No! ¡Por favor, no!

(Era una chica, ¿qué chica?)

Y después otra vez el chillido y otra vez los gritos: —¡Por favor! ¡Por favor! ¡Prendan la luz! ¡Prendan la luz que tengo miedo!

—¡Dale, sonsa!

(Ése era Andrés. ¿Quién no le conoce la voz, si se pasa la vida hablando?)

—¡Por favor, prendan la luz! ¡Señora! ¡Señora, prenda la luz por favor! Alguien me está pinchando... ¡Por favor! ¡Por favor!

Algunos empezaron a moverse en la oscuridad.

Yo seguía quieta en mi rincón, y Paula, que estaba muy cerca, dijo:

—¿Quién grita? ¿Quién es la que grita?

Nadie contestó, pero alguien lloraba con fuerza.

—Dale, Andrés, prendé la luz.

—Bueno, ya va, pero no encuentro la llave.

—¡Al lado de la puerta, tarado!

—Sí, pero ¿dónde está la puerta, tontín?

Pasó como medio minuto en el que la oscuridad fue tan negra que no se veía ni el brillo de los dientes. Todos se atropellaban.

Se oían muebles que se corrían. Se oían gritos.

—¡Sacá



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