Salambó by Gustave Flaubert

Salambó by Gustave Flaubert

autor:Gustave Flaubert [Flaubert, Gustave]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela Histórica
ISBN: 9788437619729
publicado: 2011-02-14T23:00:00+00:00


* * *

Al recibirse la noticia del desastre, Cartago había como brincado de ira y de odio; se hubiese execrado menos al sufeta si desde el principio se hubiese dejado vencer.

Mas para comprar otros mercenarios faltaba tiempo y dinero. En cuanto a reclutar soldados en la ciudad, ¿cómo equiparlos? ¡Amílcar se había llevado todas las armas! ¿Y quién los mandaría? ¡Los mejores capitanes estaban fuera, con él! Sin embargo, emisarios enviados por el sufeta iban por las calles dando gritos. El gran consejo se sintió preocupado y se las arregló para hacerlos desaparecer.

Era una prudencia inútil; todos acusaban a Barca de haberse conducido con blandura. Después de su victoria debía haber aniquilado a los mercenarios. ¿Por qué había saqueado a las tribus? Les había impuesto, por el contrario, demasiados sacrificios, y los patricios deploraban su contribución de catorce schekel, los syssitas, sus doscientos veintitrés mil kikar de oro; los que no tenían nada se lamentaban igual que los demás. El populacho envidiaba a los cartagineses nuevos, a quienes se había prometido el derecho de ciudadanía completo; e incluso a los ligures, que se habían batido tan intrépidamente, se los confundía con los bárbaros y se los maldecía como a ellos; su raza venía a ser un crimen, una complicidad. Los mercaderes, en el umbral de su tienda; los peones de albañil, que llevaban una plomada en la mano; los vendedores de salmuera, mientras limpiaban sus cestos; los bañeros, en las estufas, y los proveedores de bebidas calientes, todos discutían las operaciones militares. Trazaban con el dedo en el suelo planes de batalla y no había necio que no supiese corregir las faltas de Amílcar.

Era, decían los sacerdotes, el castigo de su obstinada impiedad. No había ofrecido holocaustos, no había purificado sus tropas, había incluso rehusado llevar consigo augures, y el escándalo del sacrilegio reforzaba la violencia de los odios contenidos, la rabia de las esperanzas frustradas. Se recordaban los desastres de Sicilia, ¡todo el peso de su orgullo tanto tiempo soportado! Los colegios de los pontífices no le perdonaban haber dispuesto de su tesoro, y exigieron al gran consejo el compromiso de crucificarlo, si acaso volviera.

Los calores del mes de elul, excesivos aquel año, eran otra calamidad. De las orillas del lago salían unos olores nauseabundos, que se mezclaban en el aire con los vapores de los aromas que se quemaban en las esquinas de las calles. Se oía continuamente el resonar de los himnos. Oleadas de gentes ocupaban las escalinatas de los templos; todas las murallas estaban cubiertas de velos negros; ardían cirios en la frente de los dioses pataicos, y la sangre de los camellos, degollados en sacrificio, corriendo a lo largo de las barandillas, caía por los escalones como cascadas rojas. Un delirio fúnebre agitaba a Cartago. De las calles más estrechas, de los tugurios más miserables, salían rostros pálidos, hombres de perfil de víbora y que rechinaban los dientes.

Los gritos agudos de las mujeres llenaban las casas y, escapándose por las rejas, hacían volver la cabeza a los que hablaban de pie en las plazas.



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